Las leyendas de México son las más emocionantes, interesantes y (hay que decirlo) terroríficas del mundo. Y las leyendas de Michoacán se distinguen porque, además de todo lo anterior, son de las más creativas del país.

Leyendas de michoacán

Además, tienen la ventaja de que, al tener Michoacán tanto pueblos, hay una gran variedad de historias para contarnos.

Así que, es hora de disfrutar del mejor libro de Leyendas de Michoacán que podrás encontrar.

Leyendas de Michoacán

El abrazo de la muerte

Un grupo de amigos salió de un bar en Morelia, el cual cerraba sus puertas tratando de evitar una fuerte sanción o, en su defecto, desembolsar una jugosa gratificación al no respetar el horario oficial de cierre.

Uno de ellos, cerrándole el paso a los demás y con voz descompuesta por el alcohol, dijo:

—Miren, son apenas las once de la noche, ¿por qué no vamos a conseguir otra botella para seguir la fiesta?

—No, Pulga, por hoy ya estuvo bueno —respondió el más tranquilo del grupo—. Acuérdate que mañana hay que ir a jugar a las ocho de la mañana.

—Uy, ¡qué aburrido! ¿Tú qué dices, Diablo?

Este otro amigo era un misterio para los demás. Era alto, de cabello largo, mal peinado, vestido siempre de mezclilla. A veces tenía una actitud siniestra, su mirada era profunda, sin expresión y nadie sabía de qué o cómo vivía. Haciendo un movimiento lento, respondió:

—Yo sí voy, de todos modos, no tengo nada para hacer mañana —en ese momento volteó a mirar a los demás y continuó—. Entonces, ¿van o se quedan?

Todos respondieron con un movimiento negativo y se despidieron, dejando solos al Pulga y al Diablo, los cuales vieron a sus amigos perderse en medio de las calles poco iluminadas, las que, con la negrura de la noche, parecían caminos siniestros que no conducen a nada más que a una muerte segura.

Leyenda de El abrazo de la muerte

—Bueno, ahora vamos a conseguir esa botella que buena falta me hace —le dijo el Diablo a su amigo tomándolo del hombro—. Empiezo a sentir algo de frío.

—¡Va, pues! Ya sabes que estoy más puesto que un calcetín —contestó animado el Pulga.

—Pero ¿tienes dinero?

—No, en el bar cooperé con lo último que traía. Pero vamos a Carrillo, ahí tengo unos amigos, a ver si me quieren fiar aunque sea una charanda.

—¡No! —dijo el Diablo molesto—. Mejor conseguimos una a mi manera, sin tener que deberle a nadie. 

Y así, haciendo un ademán, se encaminaron hacia uno de los puentes del Río Chiquito. Ya estando ahí, esperaron pacientemente a que pasara algún noctámbulo despistado y perdido bajo aquel telón oscuro de esa noche fría, la cual, no dejaba ver más allá de una cuadra. 

Al fin, su larga espera fue aliviada cuando vieron aproximarse a un transeúnte. Cuando lo tuvieron cerca, el Diablo lo abordó pidiéndole la cartera y amenazándolo a la vez con una navaja que le paseaba por el estómago, como si estuviera sedienta de probar sus entrañas.

Grande fue la sorpresa de aquellos dos, cuando al levantar la cabeza para ver a sus agresores, el “transeúnte” aquel mostró un rostro descarnado, putrefacto y lleno de gusanos. Su boca deshecha dejaba ver una sonrisa de dolor y satisfacción. Con sed de venganza, las cuencas de sus ojos vacías parecían, en lo profundo, ver en aquel al peor de sus enemigos.

El Diablo, aterrado, clavó una y otra vez la navaja en el cuerpo de aquel ser del cual sólo brotaban pestilentes aromas, llenando de náuseas a los dos asaltantes que no daban crédito de lo que estaban viendo.

El Pulga, con el rostro descompuesto por el terror que le causaba aquella aberrante criatura y sin siquiera poder emitir quejido alguno, logró correr y perderse en las calles, las cuales, en pocos segundos, parecían haberse comido a tan aterrorizado hombre. Mientras tanto, el Diablo, al intentar hacer lo mismo, fue tomado abruptamente por aquel ser, el cual, abrazándolo con una fuerza increíble, dejó al joven inmóvil, quien, después de mucho esfuerzo, comprendió que no podía zafarse de aquel abrazo infernal, así que, con voz temblorosa y sofocada, dijo:

—Suéltame… por favor… qué quieres de mí…

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Aquél ser, acercando su descarnado rostro al del Diablo, como si fuese a darle un beso del más allá, respondió, con voz hueca, de ultratumba y ya cansada:

—No sabes cómo he estado esperando esta noche. ¿Recuerdas que hace unos años trabajábamos juntos en este puente? ¿Y que una de esas tantas noches de asalto y, muchas veces, de muerte, nos cayó un cliente con mucho dinero y que tú, movido por tu ambición, lo mataste y luego hiciste lo mismo conmigo para no darme nada y quedarte con todo, arrojándonos después al río?

—¡Pero eso ya pasó! ¡Estoy arrepentido! Perdóname, estoy dispuesto a hacer lo que pidas, pero suéltame y déjame ir—dijo el Diablo con lágrimas en los ojos.

—¡No! —respondió la sepulcral imagen—. No soy el único que reclama venganza. Tan sólo soy el enviado de las entrañas de la tierra, a donde tú me mandaste y en donde ahora se te requiere para responder por tantas muertes y por tanto daño que has hecho.

Así, aquel enviado del mismísimo Infierno, se dirigió a la orilla del río cargando con su presa, la cual, con el rostro desencajado y sus ojos desorbitados por el terror, vio cómo del río brotaban miles de manos que parecían garras, e imágenes de entes desfigurados, los cuales los invitaban a un remolino de terror y dolor que se había formado ahí mismo.

Todo esto fue visto y narrado por Jesús Cabrera, un hombre que vio desde su ventana todo aquel aterrador espectáculo. También contó que, al final, con un grito desgarrador del Diablo, éste cayó a las negras y pestilentes aguas del río en un abrazo de muerte, mientras el reloj de Catedral marcaba las doce de la noche.    

La cañada de las vírgenes

En uno de los recovecos de la sierra Madre Occidental, un chorro de agua caía sobre un estanque cristalino de fondo verde y peces amarillos. Como las rocas y caminos de la sierra eran muy peligrosos, no había quién disfrutara del agua fresca que salía de las montañas. A veces los pobladores de Uruapan o sus alrededores se acercaban en arriesgadas excursiones, pero eran muy pocos los valientes, porque sobre el lugar pesaba una oscura leyenda. Según algunos, las pruebas de que era cierta yacían a un lado del estanque. Se trataba de tres rocas, dos de ellas formaban una cama y la tercera, de forma triangular y puntiaguda, estaba tirada a un lado.

La gente cuenta que, en tiempos prehispánicos, allí se reunían los mexicas de los alrededores a realizar los sacrificios que la ley de los tarascos les impedía hacer en Michoacán. De boca en boca se decía que las vírgenes sacrificadas habían quedado atrapadas en las paredes y las cuevas de la cañada. Y más de alguna persona tenía un conocido cuyo primo o hermano se había ahogado allí.

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—A los hombres que entran, las vírgenes les jalan los pies —decía la gente.

A principios de 1795, llegó a Uruapan Carlos de Labastida, un empleado del gobierno borbónico que estaba en Michoacán debido a los rumores de que allí se sembraba tabaco, lo que era ilegal según las leyes españolas. Labastida recorrió todas las zonas montañosas, cuyo clima resultaba propio para sembrar la planta prohibida, sin hallar nada que confirmara el rumor. Casi al finalizar la búsqueda, don Carlos se topó con la Cañada de las Vírgenes, cuyo fresco estanque lo convidó a tomar el baño de aquel mes.

Don Carlos entró a las aguas en compañía de uno de sus ayudantes, que era su hijo, de nombre Ignacio. A la vista del resto de la expedición, compuesta por tres personas más, los Labastida tomaron su baño, pero de pronto se hundieron bajo el agua, yéndose cada vez más a lo profundo jalados por muchas manos.

En el fondo del estanque, las vírgenes llenaron de besos y caricias a los Labastida, manteniéndolos vivos con su irresistible aliento cavernoso y mágico. Eran una treintena de mujeres cuyas almas solitarias estaban dispuestas a satisfacer los deseos de sus cuerpos mutilados y sin corazón. Pero las vírgenes no podían hacerlo con los vivos, así que propusieron a los Labastida un trato: la vida de los tres hombres que estaban en la superficie a cambio de las suyas. Los hombres tenían que llegar al fondo del estanque sin un corazón que les latiera. Para esto, ellos debían sacárselo a cada uno con las tres piedras de la superficie.

Pocos días más tarde, pasó don Carlos por la ciudad de Uruapan y se fue para Valladolid sin despedirse debidamente de aquellos que le habían dado cobijo. El funcionario borbónico regresó a la ciudad de México, donde renunció al gobierno alegando problemas de salud. Poco más tarde embarcó en Veracruz con rumbo a la Coruña y, de vuelta en su natal Cuenca, abandonó familia y riquezas y se metió a un monasterio, lo mismo que su hijo Ignacio.

Se cuenta que muchos años después, en la Cañada de las Vírgenes, el agua seguía hermosa y la vegetación exuberante, pero algo había cambiado. Un campesino de la región cayó al estanque por accidente y pudo salir del agua ayudado por una cuerda, sin que nadie le jalara los pies. Creyéndolo un milagro, el hombre llevó al cura a que bendijera el agua y, para que no quedaran más mitos de la historia, el cura mandó que las tres piedras fueran arrojadas al fondo del estanque.

Sin embargo, la gente no recuperó el lugar, lo volvió a abandonar cuando apareció allí el cuerpo de un español colgado de una rama. Era Ignacio Labastida, que según cuenta la leyenda, había viajado hasta el sitio para expiar sus culpas.

La Pila del Ángel

La Pila del Ángel fue construida por el Cabildo de la Ciudad de Morelia, en 1871, para surtir de agua a los vecinos de la rinconada que forman las antiguas calles denominadas: Tecolote y Alacrán, ahora García Obeso esquina con Guerrero, en un terreno que perteneció a la huerta del Convento de San Agustín. 

El nombre de Pila del Ángel, se debe a una leyenda que narra que un ángel bajó desde lo más alto de los cielos para salvar a una niña que se ahogaba.

Hace mucho tiempo en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia, una señora que fue a España a visitar a su esposo, se reunió con sus amigas en la fuente para contarles lo maravillosa que era España. Todas llevaron a sus hijos.

Leyenda de michoacán la pila del ángel

Después de un rato, su niña le dijo que tenía mucha sed, a lo que ella contestó que en un rato se irían a casa. Pasó una hora y la niña insistió en que tenía sed, pero su madre le dijo lo mismo. Después de otro rato, la niña, desesperada, insistió de nuevo a su madre que necesitaba alguna bebida y su madre, para que se tranquilizara, le dijo que bebiera de la fuente. La pequeña se inclinó para tomar y, de repente, ¡cayó al agua! 

La pequeña empezó a ahogarse y a patalear. La madre al principio no se dio cuenta, pero al no encontrarla miró a la fuente y vio que estaba dentro del agua. También comenzó a pedir auxilio cuando, de repente, justo un momento antes de que la niña se ahogara, bajó un ángel del cielo y tomó a la niña que estaba en la pila, la cargó entre sus brazos y la puso en los brazos de su madre.

Desde entonces, este lugar es conocido como la Pila del Ángel, lo cual les recuerda a todos aquel día en que una niña, ¡casi muere de sed!

La cueva de la Tigra

En el Cerro de la Mesa existe una cueva llamada De la Tigra. Lleva este nombre porque hace muchos años fue el cubil de una fiera que atacaba al ganado de los rancheros. 

También se cuenta que en esta cueva existe un tesoro encantado. Dicen que es un montón de monedas de oro que permanecen en espera de un valiente que se decida a entrar a lo más profundo de la gruta y desencantar el hechizo que las protege. Se sabe que, hace un tiempo,  entró un hombre poseído por el interés de sacar el dinero. Con grandes esfuerzos logró arrastrarse por el túnel, de unos cincuenta metros de largo, para llegar a una espaciosa bóveda ubicada en la profundidad de la gruta.

Luego de descender por unas escalinatas, descolgándose por las húmedas rocas como un chango, este hombre cuenta que había restos de escaleras muy antiguas que llevaban hacia el terreno parejo donde se observaba un enorme montón de monedas relucientes. ¡Eran auténticas monedas de oro! 

Leyenda de michoacán la cueva de la tigra

Con la respiración agitada, empezó a llenar los dos costales que llevaba. Una vez hecho esto, pensó en sacarlos de uno en uno. Atareado estaba en subir el primer costal repleto de monedas, cuando de repente de una pared escuchó la voz de una mujer que le decía: 

—Para poder llevarte el dinero, primero deberás tomarte una copa conmigo en esta mesa.

Dejó el costal en el suelo y buscó el lugar de donde provenía la voz, descubriendo a la mujer sentada en una pequeña mesa redonda en la que se encontraba una botella de vino, dos copas y una silla vacía. El hombre, que era muy valiente, se fue acercando a la mesa. La mujer era muy hermosa, su cabellera le llegaba hasta los pies, era como una cascada y su rostro tenía una belleza sin igual. Ella se encontraba sentada con las piernas cruzadas y un cigarrillo en la boca, su vestido de color negro contrastaba con la blancura de su piel.

 —Acepto tomar el trago contigo a cambio del dinero —dijo el hombre—. Empieza a llenar las copas.

La mujer tomó la botella mirando fijamente al valiente, mientras una sonrisa se le dibujaba en los labios. El hombre cogió la copa en sus manos, al igual que ella, quien se llevó la copa a los labios sin quitarle la mirada de encima. El hombre estaba por hacer lo mismo cuando empezó a ver que los blancos y hermosos pies de la mujer ¡se transformaban en patas de cabra y los ojos se le ponían como brasas!

El agradable rostro se le había transformado en el de un ser diabólico parecido a un murciélago que le miraba y se carcajeaba.

Con un nudo en la garganta, la quijada trabada y haciendo un esfuerzo, logró decir: 

—¡Dios mío, ayúdame! 

En ese momento pudo arrojar la copa sobre la mujer, quien desapareció por un hueco de la misma cueva. El montón de monedas desapareció tras una explosión que llenó la estancia de un humo pestilente. De los costales ni se acordó. Salió como un rayo y fue a parar hasta su casa. Estuvo enfermo por más de un mes donde, al final, pudo hablar de lo que le había pasado en la cueva De la Tigra.

El cerro de Mariana o Marili y Satán

Esta leyenda se cuenta en el Cerro de Mariana, que está ubicado al sur del estado de Michoacán, entre los pequeños pueblos de Nocupétaro y Carácuaro, en la región de Tierra Caliente.

En este lugar habitó, en alguna época muy lejana, el rey de los chichimecas y nahuatlacas, llamado Campincherán, quien vivía en una edificación gigantesca y rica ubicada en medio del valle. Este señor tenía un carácter de los mil demonios, además de unos celos exagerados por su única hija llamada Marili, de quien se dice que era muy bella y que su hermosura se acentuaba por su preciosa y larga cabellera que le cubría hasta sus tobillos.

Leyenda de michoacán el cerro de Mariana

Un día, el rey se encontraba próximo a asistir a una reunión con los mexicas y los señores aztecas, por lo que tenía miedo de dejar sola a su hija mientras él estuviera ausente, pero tampoco podía llevarla consigo por temor a que alguno de sus colegas pudiera enamorarla, lo cual sería su peor pesadilla, debido a que no encontraba a nadie digno de su hija. Gracias a esto, y no teniendo otra opción, fue en busca de su amigo el Satán —demonio menor—, para que le ayudara como ya lo había hecho en otras ocasiones.

Satán no se pudo negar a la petición de cuidar y proteger a Marili mientras su padre asistía a la reunión con los mexicas y los aztecas. El rey se fue confiado y tranquilo dejando sus pertenencias en manos del diabólico espíritu, entre ellas a su joven y hermosa hija. El demonio se comprometió a cuidar tanto a la princesa como las pertenencias del rey sin haber pedido permiso a sus superiores para hacerlo. La muchacha, que nunca había visto a un joven, al ver a Satán se enamoró perdidamente de él. Al retirarse el rey, le dijo al muchacho:

—Por los celos de mi padre nunca he conocido a ningún novio, ni siquiera un amigo. Ahora que él no se encuentra, yo me siento enamoradísima y te ruego les pidas a tus superiores que dejen que te cases conmigo. Sólo debes pedirles permiso.

Al escuchar tal petición, el joven diablo corrió a poner piedras y lodo encima de las pertenencias que el rey le había encargado, con la finalidad de protegerlas, luego recostó a la princesa encima de aquella pequeña montaña y le pidió que no se fuera a mover de allí y esperara su regreso. Cuando el diablo llegó con su superior, lo único que recibió a cambio fue una paliza, ya que jamás permitiría que un diablo tuviera un suegro tan celoso como lo era Campincherán, por lo que lo encerró y lo dejó bajo custodia para evitar que cometiera esa locura, razón por la cual nunca regresó al lado de su princesa.

Las piedras y el lodo que puso encima se convirtieron en lo que hoy es el Cerro de Mariana, quien sigue recostada esperando a su único amor para casarse, convertida en la verde naturaleza que muestra el cerro. En cuanto al padre, se cuenta que se volvió loco, convirtiéndose en un fuerte ventarrón que rodea el cerro en busca de su hija perdida.

La loca del puerto

Hay otra leyenda acerca de una joven de nombre Mariana, quien también sufrió un final trágico por amor, pero esta historia ocurrió en el puerto de Lázaro Cárdenas. 

Si visitamos este lugar, seguramente uno de los pescadores nos va a contar la leyenda de «La loca del puerto», como se le conocía a Mariana: una bella joven que se quedó esperando al amor de su vida.

Todo comenzó hace muchos años, cuando la joven se enamoró profundamente de Nicolás, un joven fuereño que había llegado al lugar en busca de trabajo. Las cosas en el país eran muy difíciles y el hombre, aunque muy joven, debía conseguir dinero para poder sacar adelante a su familia, que vivía en Morelia.

Según se dice, fue amor a primera vista. Ambos jóvenes quedaron prendados el uno del otro, y no pasó mucho para que se hicieran novios; pero había un problema, pues su amor cada día crecía más y el joven no encontraba un trabajo estable.

Cierto día, Nicolás recibió una oferta en la cual recibiría una paga importante, lo que significaba que los jóvenes podían iniciar una vida juntos. Lo único malo era que debía embarcarse en un par de días, lo que, por supuesto, no terminó de agradarle a Mariana. Pero él le dio ánimos para aceptar aquella que parecía su prueba más grande de amor.

Pronto pasaron los días, acercándose cada vez más el momento en que debía partir. Esa noche no pudieron contener más su amor y se entregaron a la luz de la luna, la cual parecía que presentía el dolor de la joven, pues brilló con mayor intensidad. Aquella magia terminó en cuanto apareció el sol.

Leyenda de michoacán la loca del puerto

Ella despidió a su amor en el muelle de San Lázaro. El joven le juró que volvería y que cuando esto sucediera se iban a casar. Mariana estaba empapada en llanto, pero había en su corazón una esperanza; quizá por ello se puso el vestido blanco que tanto le gustaba a Nicolás. El último beso que ella recibió de él fue en la frente y después tristemente vio cómo se alejaba.

Cada día Mariana esperaba gustosa, en el puerto, la llegada de su amor. Pero pasaron muchas lunas y no había una que le devolviera la mirada de Nicolás.

Cuando se dio cuenta, ya había pasado un año desde que el joven partió. Todos los barcos que llegaban al puerto le parecían vacíos, pues ninguno de ellos traía al amor de su vida. Pronto se dio cuenta de que los años pasaban y ella estaba cambiando. 

—¿Cómo me va a reconocer? —murmuraba siempre que se miraba las manos llenas de arrugas. 

Fue entonces cuando resolvió llevar siempre el mismo vestido aquel con el que lo había despedido, pues así estaba segura de que la reconocería de inmediato.

Con todo esto, la gente del puerto ya estaba angustiada, pues Mariana parecía retraída, y eso de llevar siempre el mismo vestido ya era extraño. 

—¿Se habrá vuelto loca la mujer? —decían todos al pasar.

Las autoridades del lugar decidieron trasladarla al manicomio, pero del puerto nadie la pudo quitar, porque ella siempre decía lo mismo: 

—Nicolás va a llegar y no me puedo ir.

Esto causaba la lástima de todo el mundo, porque a pesar de todo, no le hacía daño a nadie. De esta manera siguieron pasando los años. Todos los que llegaban al lugar ya la conocían como «La loca de puerto». Pero un buen día, todos se dieron cuenta de que la mujer tenía los cabellos blancos; ya habían pasado cuarenta años y ella seguía esperando.

Tres años después murió. Su cuerpo fue llevado al panteón, pero su espíritu pareció quedarse ahí. Desde entonces se ve la silueta de aquella mujer parada en el puerto, siempre mirando hacia al mar. De Nicolás no se volvió a saber nada, pues seguramente ya hacía tiempo que se había olvidado de su promesa de volver con Mariana.

Eréndira Ikikunari

La leyenda de Eréndira cuenta la historia de una joven e intrépida mujer indígena que se levantó en armas contra los conquistadores españoles durante el siglo XVI. Esta mujer pertenecía a los purépechas, un grupo indígena que vivía en la región de lo que hoy es el estado de Michoacán.

Cuando estaba a punto de contraer matrimonio, Eréndira desafió las convenciones sociales de su gente, rehusándose a casarse. En cambio, solicitó unirse a la lucha contra los invasores españoles. Por lo regular, la guerra estaba reservada a los hombres, pero existía en la memoria de los purépechas el precedente de una mujer que había participado valientemente en luchas anteriores contra otros grupos indígenas. Por esa razón, su tío y jefe le permitió acompañarlos al encuentro con los españoles.

Durante un enfrentamiento armado, Eréndira logró robar un caballo de los españoles. Para los indígenas, que nunca habían visto semejantes animales, estos «ciervos sin cuernos» resultaban temibles. Cuando Eréndira aprendió a montarlo y usó su nueva habilidad contra los opresores, su audacia la convirtió en un importante ícono de fuerza y rebelión.

También cuenta la leyenda que, a la llegada de los conquistadores a Michoacán, después de la caída de Tenochtitlan, un español se enamoró de Eréndira, la hermosa hija de Tangaxoan, rey de los purépechas, por lo que la raptó y la escondió en un precioso valle rodeado de montañas.

Leyenda de michoacán Erendira Ikikunari

La bella princesa, sentada sobre una roca, lloraba suplicando a sus dioses que la salvaran. Los dioses del día y la noche, Juriata y Járatanga, le concedieron furia a sus lágrimas a tal grado que con ellas se formó un gran lago. Desesperada por escapar, se arrojó al mismo y los dioses hicieron de sus pies una cola de pez. Así,  convertida en sirena se salvó del sufrimiento y pudo huir de aquel extranjero.

Desde entonces, por su gran belleza, al lago se le llamó Zirahuén, que en purépecha significa Espejo de los Dioses.

Dicen que la sirena aún vaga por esas aguas y que en las primeras horas de la madrugada surge del fondo para encantar a los hombres de mal corazón y ahogarlos.

Otra versión señala que fue Eréndira quien se enamoró de un gallardo hombre de un ejército enemigo, al hallar en él las cualidades de su estirpe, pues su amor lo merecería sólo quien fuera valiente y arrojado. Al enterarse, el rey prometió reconocerles el derecho de amarse sólo tras una entrampada condición: el guerrero tendría que pelear contra muchos otros caciques enemigos. Una vez derrotados todos los reinos vecinos, el engaño se hizo evidente, pues el rey exigía ser igualmente derrotado. La princesa, de pie entre ambos para evitar el enfrentamiento, rogó a su amado que se fuera. 

—No quiero ser la responsable de la muerte de ninguno de los dos. Si mi padre gana, te pierdo para siempre. Si tú sales vencedor, no me casaría contigo. 

El joven aceptó su voluntad y se fue ante la mirada irónica del rey que, sin ningún golpe, había salido vencedor.

No bien lo hizo la princesa se desvaneció sintiendo que su cuerpo ardía y una telaraña húmeda envolvía sus cabellos. Desesperada subió a un cerro a llorar. Su mirada se perdía a lo lejos con la esperanza de verlo de regreso. Él nunca lo hizo.

Entonces, Eréndira gritó a los dioses: 

—¡Mi obediencia fue premiada con el engaño, la mentira y la infelicidad, no puedo amar a mi padre ni a mi pueblo, el único al que amo partió obedeciendo mi mandato. 

Sus lágrimas eran tan pesadas y candentes que hicieron un pozo que se fue desbordando al paso de los días, ahogando a la princesa e inundando al pueblo que quedó cubierto por lo que ahora se llama el Lago de Zirahuén.

Gracias a los dioses, ella fue convertida en sirena para no morir ahogada y, en adelante, la mujer-pez se convertiría en raptora ocasional de pescadores o pequeños navegantes, por confundirlos con su amado, mientras llora su ausencia.

Una mujer de blanco en El Salto

Cuentan que, en la cascada conocida como El Salto, en ciertas noches de luna llena, han visto a una mujer vestida de blanco que se aparece de manera misteriosa. Dicen que es una mujer solitaria, muy hermosa, de larga cabellera color negro azabache que contrasta con lo blanco de su ropa. Ella camina sigilosamente por la orilla del río, y más que andar parece que levita, pues jamás ha dejado una huella en el lodo. Según la mayoría de las versiones, no se trata de “La Llorona”, aunque otras afirman que sí, porque la han escuchado llorar, a pesar de que su llanto se confunde con el estruendo de la caída del agua.

Leyenda de michoacán Mujer de blanco en el salto

Se dice que algunas personas que han visto esta aparición fantasmal, se enfermaron por el susto. Por ejemplo, una tarde fueron unos amigos a nadar a la cascada y estuvieron allí hasta que se hizo de noche. Como había luna llena, decidieron quedarse más tiempo, disfrutando del rumor de la cascada y el ambiente nocturno. De pronto, vieron que una mujer solitaria se aproximó a la cascada.

Se les hizo raro, pero también se emocionaron, pues pensaron que podrían espiarla mientras se bañaba. Sin embargo, todos sintieron un temor inexplicable y fue peor cuando uno de ellos le dijo un piropo a la mujer y ésta volteó a mirarlos. No le vieron el rostro, pero ella pegó un chillido infernal. Los muchachos se fueron corriendo despavoridos y por el susto casi mueren. Dejaron de comer y no podían dormir debido a las pesadillas. Gracias a que la mamá de uno de ellos consiguió una curandera, quien les dio a todos “una barrida”, se curaron. Desde entonces, ninguno volvió a molestar a una mujer, ni regresaron jamás a la cascada.

¿Y tú, te atreverías a ir a El Salto de noche?

La Peña Tajada

Esta historia se ha ido perdiendo en el tiempo y sólo se sabe lo que las personas mayores platican de este lugar.

Según se dice, todo empezó después de la conquista española, cuando los nativos fueron esclavizados. Muchos de ellos lograban escaparse de sus explotadores e iban a esconderse en lugares difíciles de llegar, es por eso que siendo la Peña Tajada un lugar muy alto, daba la ventaja de ver a muchos kilómetros a su alrededor y, para quienes estaban prófugos, les ayudaba para poder esconderse si iban a buscarlos.

La situación de aquellos hombres al margen de la ley, los obligaba a bajar a los pueblos de noche a robar comida y dinero de las diligencias o, en ocasiones, robaban a las iglesias, de donde se llevaban prendas de gran valor, ya que también eran creyentes y deseaban tener cosas “santas”.

Cuenta la leyenda que existió un hombre que era como el patriarca de toda esa gente, un jefe que tenía autoridad y poder, y que cuidaba los tesoros robados. Al parecer era muy rudo y le decían El Brujo Nahual, porque era una especie de curandero y brujo. Según se dice, le atribuían poderes mágicos. Este personaje tenía una hija muy bonita, la cual era como una princesa.

Leyenda de michoacán de la pena Tajada

La región se fue poblando y cada día fue más difícil esconderse, sobre todo porque el gobierno empezó a perseguirlos, matarlos o capturarlos. Así es como los fueron eliminando hasta que llegó el día que ya sólo quedaban el Nahual con su hija y unos cuantos de sus seguidores. 

Ya no podían esconderse. Fue en aquel momento cuando el Nahual brujo, pensando en no perder sus tesoros, invocó fuerzas del mal y al mismo tiempo puso a su hija como vigilante de aquel tesoro y, bajo conjuros, el alma de aquella princesa quedó atrapada para siempre como centinela de toda la fortuna que se escondían en las entrañas de la Peña Tajada.

Pasaron muchos años y se dice que en una ocasión un hombre joven, de muy buen corazón, buscaba su yunta de bueyes por las faldas de La Peña Tajada y llegó hasta la puerta de la cueva. Al querer entrar, apareció aquella hermosa mujer, quien lo invitó a pasar al interior. Se dice que aquel joven quedó asombrado de ver tanto dinero y toda clase de prendas valiosas que se podían contar por montones como si fuera una bodega llena de maíz

Aquel joven le preguntó qué quería hacer con tantos tesoros y la mujer contestó: 

—Yo te los voy a regalar a cambio de que me lleves a la iglesia de Acuitzio del Canje, con el sacerdote.

El joven no era ambicioso y no quiso aceptar lo que le ofrecía aquella hermosa mujer, a lo cual le dijo: 

—Tú eres el único que puede sacarme de este encierro para descansar en paz.

Aquel joven de gran fe no ambicionaba los tesoros, pero su consciencia le indicó que debía sacar a aquella alma atormentada del lugar, del cual no podía salir. Así que con su ayuda gozaría de la paz eterna.

Cuando el joven llegó cerca del templo de la San Nicolás, la mujer le dijo: 

—Me tienes que cargar en tu espalda, pero no debes voltear hacia atrás nunca, por nada voltearás a verme. Oigas lo que oigas, no hagas caso a nada de lo que te digan. Además, yo no debo pisar el suelo. 

De inmediato cargó a aquella hermosa mujer en su espalda y entre más se acercaba al templo, la gente lo empezó a seguir con gran admiración y horrorizados de ver lo que aquel joven cargaba en su espalda. Ya casi en el atrio del templo la gente espantada le gritaba:

—¡Tira eso, es muy espantoso! 

El joven, al entrar al templo entre tantas personas que le gritaban horrorizadas, la curiosidad ganó su atención y volteó su cara un poco y grande fue su sorpresa, que a lado de su oreja izquierda se asomaba la cabeza una serpiente enorme. La cabeza de aquel animal era tan grande como la de él mismo. No pudo más y, horrorizado, aventó aquel horrible reptil. Lo asombroso fue que aquella serpiente no cayó al suelo, sólo desapareció como si nunca hubiera tirado nada.

El encanto del tesoro de La Peña Tajada sigue esperando que alguien vaya por él, pero no es algo fácil, pues tiene que ser una persona de nobles sentimientos y que lleve a aquella mujer al templo para que pueda descansar en paz su alma.

¿Te gustaría averiguar qué tan noble es tu corazón?

La carretera a La Palma

La localidad de La Palma de Jesús está situada en el Municipio de Venustiano Carranza, en el estado de Michoacán de Ocampo. Es un lugar con pocos habitantes. En esta pequeña población cada año, durante la primera semana de agosto, se realiza la Fiesta Patronal en honor al Divino Rostro.

Este evento no es exclusivo de la gente del pueblo, por lo cual, se trasladan personas de las localidades vecinas. Se cuenta que aquellos que realizan su recorrido por la carretera, se han encontrado con una desagradable sorpresa.

Leyenda de michoacán de la carretera de la palma

Se dice que allá por el año de 1989, una pareja de jóvenes regresaba a La Palma por la mencionada carretera, cuando tuvieron una discusión. El chico obligó a la muchacha a salir del auto y la dejó completamente sola a mitad del camino. Transcurridos cinco minutos regresó por ella, pero ya no estaba.

Dos días después, la policía encontró el cuerpo de la joven en el lugar exacto donde el novio indicó que la había dejado.

Presentaba rastros de haber sido asesinada de forma brutal, así que él fue culpado de asesinato y pasó seis años en prisión, de donde finalmente fue liberado por falta de pruebas.

Cuentan que, desde entonces, esta chica se aparece en medio de la carretera, en el preciso lugar en donde murió. Su espíritu se le atraviesa a todos aquellos vehículos conducidos por hombres solos y jóvenes. En algunas ocasiones les pide aventón, sólo para desaparecer después, justo antes de sacarlos del camino y provocarles terribles accidentes.

El Cuerudo de Apatzingán contra el Jinete sin Cabeza

Durante la época de la Intervención Francesa en México, surgieron en Michoacán los famosos “cuerudos”, guerreros muy valientes que luchaban por la patria. Un día, en una batalla entre franceses y mexicanos en Apatzingán, un cuerudo le cortó la cabeza a un francés, la cual quedó tirada en el campo de batalla. 

Pasados algunos años, los campesinos de la región empezaron a oír, a la caída del sol, los sonidos de una batalla, a los que seguía un absoluto silencio. Los perros aullaban asustados, y los coyotes se ponían inquietos y furiosos. Al cabo de un rato, aparecía la figura de un jinete sin cabeza, montado en un hermoso caballo negro, que llevaba en la mano una espada. Iba el jinete vistiendo el uniforme del ejército francés, lleno de sangre, y una capa roja que flotaba al viento.

El jinete sin cabeza cabalgaba muy enojado y buscaba desesperadamente su cabeza perdida. Estaba tan furioso que cuando veía a alguna persona, sin pensarlo dos veces, le cortaba la cabeza con su filosa espada. El jinete francés se aparecía, sobre todo, en las noches de luna llena; daba vueltas por todo el campo buscando y como no encontraba su cabeza, se iba a las rancherías y a los pueblos a buscarla. Entraba como un torbellino por la calle, llegaba hasta el centro de los pueblos, donde el majestuoso caballo negro se paraba en dos patas y relinchaba escalofriantemente. ¡Pobre de aquel que tuviera la mala suerte de salir de su casa, porque se quedaba sin cabeza! 

Leyenda de michoacán El cuerudo de apatzingan

Cuenta la leyenda que alguno que otro hombre que se consideraba muy valiente le salía al paso al jinete y, rifle o pistola en mano, le disparaba varias veces; pero como es de suponer, las balas no afectaban para nada al francés que regresaba del más allá a buscar su cráneo extraviado.

Es por ello que los pobladores de Apatzingán prefieren no salir de sus hogares las noches en que hay luna llena, pues es muy posible que se topen con el famoso jinete, así que prefieren ponerse a rezar hasta que dejan de escuchar el trote del caballo y sus relinchos.

En cierta ocasión, una muchacha que estudiaba en Apatzingán regresó a su ranchería el fin de semana para pasarlo con sus padres. Caminaba, con unas amigas de la escuela a las que había invitado a su casa, desde donde las dejaba el autobús de pasajeros hacia su domicilio, pero se les hizo al caminar por los campos. El tiempo pasaba y el sol se iba ocultando poco a poco. En el cielo brillaba la luna llena, cuando de pronto escucharon el fragor de una batalla: disparos, voces, gritos, relinchos de caballos y de repente, un silencio sepulcral. Asustadas, las muchachas escucharon el galope de un caballo y un terrible relincho. El correr del caballo se iba escuchando cada vez más cerca.

Las chicas estaban aterrorizadas cuando vieron al espantoso jinete sin cabeza que, poco a poco, se les iba acercando. En ese momento se escuchó la voz de la muchacha que les gritó a sus amigas: ¡Al suelo, tírense al suelo! Todas obedecieron justo a tiempo para que el jinete francés les pasara por encima al tiempo que blandía su espada tratando de cortar sus cabezas. Varias veces el jinete trató de hacerlo. De pronto, apareció otro jinete vestido de gamuza, con un paliacate en la cabeza, sombrero colgado a la espalda, y que empuñaba un machete en la mano ¡Era el fantasma de un Cuerudo de Apatzingán que había llegado de ultratumba para salvar a las muchachas! El jinete francés salió huyendo precipitadamente. Cuando las jóvenes quisieron darle las gracias al Cuerudo, éste había desaparecido…

Hay quien jura haber visto, en noches de luna llena, la altiva figura del Cuerudo de Apatzingán patrullando los campos de la región. Aun así, la gente prefiere mejor no salir esas noches, pues el lejano galopar de un jinete que se acerca, puede ser de cualquiera de los dos fantasmas y los perros les ladran por igual.

El Diablo de Tierra Caliente

Cuenta una leyenda de Tierra Caliente que, en el fondo de una barranca, vive el Diablo. Debido a tantas maldades y daños que hacía el demonio, un buen día San Pedro quiso darle un buen escarmiento, pues quiso hacerle entender que no está bien hacer tantas maldades a la gente inocente, así que emprendió su búsqueda hasta que lo encontró y empezó a perseguirlo sin tregua. 

El Diablo, al verse acechado, empezó a correr por todas las barrancas cercanas a Lombardía, hasta que se vio atrapado en una de ellas. Al darse cuenta dónde se encontraba su enemigo, San Pedro saltó a la barranca y, al saltar, las huellas de sus sandalias quedaron grabadas en una especie de barda natural que se encontraba al borde. Desde entonces, se puede ver al pasar por la carretera a un costado del puente situado a la salida de Lombardía.

Leyenda de michoacán el Diablo en tierra caliente

Como el Chamuco no puede salir de la barranca, sumamente enojado se entretiene lanzando por la boca unas tremendas llamaradas que ocasionan el calor insoportable de la región. Hay veces que la llamarada es tan potente y el calor tan terrible, que los autos que pasan por la carretera se queman. Muchas personas que han visto las llamaradas que arroja el Diablo aseguran que en ellas puede verse su cara espantosa, sobre todo por la noche. El espectáculo es tan insoportable y terrible que las personas llegan a perder el sentido, e incluso a morir.

Esa es una de las razones por la que en la carretera de Uruapan hacia Apatzingán hay muchos accidentes, ya que dicen que se escuchan unas macabras risas en el interior de la barranca. Los autos que pasan y las escuchan, con tal de irse rápido, aceleran a fondo por el susto que se llevan.

Se dice también que el demonio habita en el fondo de todo el barranco y que San Pedro vigila que no se salga para así evitar que dañe a más personas. Por eso la llamaron “La barranca del Diablo”.

Aún así, se sabe que el demonio le juró a San Pedro que, en represalia por encontrarse atrapado en la barranca, no descansaría de provocar fuego y calor hasta que toda la región se quede completamente seca.

Pero la realidad es que al Chamuco le gusta esa zona porque ahora es tan caliente que se siente como en su casa: el Infierno.

María Kachacha 

María Lapís era una niña hermosa que vivía en Paracho Viejo. Ella era hija del jefe de la tribu Tioso Guanaten. Por desgracia, el padre enviudó y al poco tiempo volvió a casarse, por lo que María tuvo una madrastra.

Por falta de agua, María y las demás personas de la tribu tenían que ir a traerla a un lugar muy lejano, llamado Jandumba. Este sitio estaba muy cerca del rancho de la Palma Michoacán, por lo que en todo el día sólo podían acarrear una vez.

La pequeña siempre andaba muy sucia y nunca se peinaba, además, la madrastra la trataba mal y la obligaba a hacer dos viajes en un día, así que tenía que trabajar desde la mañana hasta la noche. 

En una ocasión, ya cansada, se sentó a reposar en un lugar entre las hierbas. Por casualidad vio que de una pajita saltó un pajarito sacudiendo sus alitas. Ella lo observó, quedándose un poco extrañada, ya que el ave sacudía las alas como si las tuviera mojadas. Por curiosidad se arrimó a la pajita de dónde había salido el pajarito y, con mucho asombro, vio que había un charquito de agua donde el ave se había bañado. Entonces María excavó e hizo más hondo el charco, con lo que pudo llenar su cántaro de agua y regresar a su casa antes.

Leyenda de michoacán María Kachacha

Así siguió haciéndolo todos los días, llenaba su cántaro de agua en aquel charquito y regresaba muy pronto a su casa con hasta tres viajes. Ante el asombro de los demás por su habilidad para acarrear agua, su padre quedó admirado, pues volvía muy rápido y no sabía si alguien más la ayudaba o cómo lo hacía con tal rapidez.

Entonces el hombre mandó a espiar los pasos de su hija, pues quería salir de esa duda. Los vigilantes revelaron haber visto a María llenando su cántaro de agua en un lugar más cercano que Jandumba.

Entonces la gente del pueblo fue a contárselo al brujo de la tribu y él les recomendó que limpiaran a María y, bien peinada y bañada, la llevaran al ojo de agua, la arrojaran allí y la dejaran para que se muriera. Los de la tribu decidieron ahogar a María Lapís en ese charco para que el agua nunca se acabara o, como le llamaban ellos, encantarla, pues María lo había descubierto. Y así lo hicieron, un día, cuando la niña estaba llenando su cántaro, la ahogaron.

Este lugar ahora se conoce como Ojo de Agua de Charapan y en él se aprecia sobre el agua una especie de lama con unas hermosas raíces blancas y largas que, algunos cuentan, son los cabellos de María Lapís. Desde entonces se guarda mucho respeto a este lugar y no a cualquier hora se puede ir, pues a las doce del día sale María Lapís a lavar y peinar su hermosa cabellera. A las siete de la noche tampoco va la gente, pues dejan descansar el lago, teniendo que esperar hasta el siguiente día.

Desde la muerte de la pequeña, no faltó el agua y allí trasladaron a Paracho. Es por eso que existe la creencia de que si se arroja un alma al lugar de donde nace el agua, ésta nunca faltará.

La Mariposa Monarca

Alrededor de la Mariposa Monarca existen varias leyendas indígenas, una de ellas dice que son las almas de los niños que han muerto y regresan, pues curiosamente las mariposas comienzan a llegar a sus santuarios el 2 de noviembre, fecha en que se conmemora el Día de Muertos. 

Leyenda de michoacán de la mariposa monarca

Otra leyenda cuenta sobre unos indígenas que emigraban desde las Montañas Rocallosas de los Estados Unidos hasta el centro de la República Mexicana. Debido al intenso frío, los niños y ancianos no pudieron continuar el viaje por lo que fueron abandonados. Para resistir el clima, se cubrieron con la resina de los árboles y con polen. Entonces apareció su dios y, compadeciéndose de ellos, los convirtió en mariposas para facilitarles la localización de sus familiares. Fue así como llegaron a Michoacán, encontrando en los pinos de sus bosques la representación de sus padres que los esperaban con los brazos abiertos. La mariposa representa los poderes de transformación e inmortalidad y la belleza que surge de la muerte. 

La madre desobligada

En Tarímbaro, Michoacán, cuentan que vivía un matrimonio que tenía tres pequeñas hijas de uno, cuatro y cinco años de edad. El papá, que se llamaba Carmelo, tenía que ir a Morelia a trabajar, a veces de noche y a veces de día. La esposa, Ireri, no era muy afecta a realizar las labores domésticas, descuidaba la casa, la comida y a las criaturas, y siempre se esperaba a ver qué traía de comer Carmelo.

Un mal día, Ireri se murió y dejó solo a Carmelo con las tres niñitas. El padre no les dijo a sus hijas nada acerca de la muerte de su madre, a fin de evitarles el sufrimiento. 

Leyenda de michoacán madre desobligada

Una tarde que el señor llegó de trabajar encontró a las niñas muy bonitas, bañadas, arregladas, peinaditas, y la casa ordenada y barrida, así que preguntó quién había hecho todo eso y sonrientes contestaron: 

—Mi mamá vino y nos arregló, pero cuando tú llegaste se fue. 

Para él eso era imposible, pero en los días siguientes volvió a ocurrir lo mismo, por lo que pidió a las niñas que su mamá dejara una señal de que había estado ahí. La respuesta de las niñas, días después, fue que su mamá les dijo que había ido a un lugar muy bonito y que un señor ancianito que resplandecía luz le había ordenado que viniera a cumplir con lo que no hizo por ellas y luego podía descansar, pero que Carmelo tenía que mandar oficiar una misa para Ireri y la perdonara de corazón. Sólo cuando el marido hizo eso, la mujer dejó de visitarlos desde el más allá y pudo descansar en paz.

La cañada que llora

La hacienda La Mancuerna, propiedad de la familia Barragán, era de las más prósperas de la Tierra Caliente. La caña de azúcar que de allí salía, bastaba para abastecer a la región de Uruapan y exportar a Morelia. Cuatro generaciones se contaban ya entre los hacendados y entre sus peones, no mejor ni peor tratados que los de cualquiera de la época —lo cual quiere decir que vivían bastante mal—. Los Barragán no eran gente que se hiciera de enemigos, pero tampoco se daban a querer por el pueblo. Eran gente trabajadora y pacífica. 

Así fue hasta que nacieron las hijas de Antonia, quien era nieta del primer Barragán que llegó a Los Reyes, Michoacán. Como sus padres no habían podido tener más que una hija, pues fue ella, Antonia, la que heredó la riqueza de la hacienda y la obligación de administrarla. 

Leyenda de michoacán de la cañada que llora

Cuentan que era una mujer a la que no le gustaba que le dieran órdenes. Por eso no se casó jamás, pero tuvo muchos amantes. La gente del pueblo no la quería, pero como era la patrona, la respetaba a regañadientes. Antonia no ocultaba a sus novios, los usaba cuando quería y cuando ya no le interesaban, los cambiaba. 

De un amante que Antonia tenía entre los peones, le nació Esmeralda, la hija mayor, cuyos ojos negros estaban hechos sólo para causar hechizos y amores perdidos. 

De un novio distinto le nació Rubí, cuya sonrisa haría que más de alguno perdiera la calma, la confianza y luego la cordura. 

De otro hombre, dicen que uno francés o alemán, le nació Perla, la más bella de las tres hijas de Antonia. 

Las niñas no se parecían en nada entre sí, salvo porque eran muy hermosas. De pequeñas, Esmeralda, Rubí y Perla crecieron dentro de la hacienda de su madre sin hacer jamás ningún viaje, salvo para ir al pueblo de Los Reyes para escuchar la misa. Cuando ya la mayor era adolescente, la madre dispuso que, para que encontraran novio, era bueno llevarlas a las ferias y las fiestas de otros pueblos. Así, las niñas conocieron Uruapan, Zamora y hasta Morelia, en un viaje largo que hicieron cuando la menor cumplió trece años. En cada fiesta las tres hijas de Antonia eran de las más solicitadas para bailar. Jamás faltaba un joven enamorado que les pidiera que guardaran un pañuelo como prenda de amor. 

Cuando Perla llegó a los quince, Esmeralda ya tenía dieciocho y estaba más que lista para ser casada. Antonia decidió hacer una fiesta en su casa de Los Reyes. A pesar de los pocos lugares que habían pisado, la fama de las niñas Barragán ya era conocida en toda Tierra Caliente. A la fiesta asistieron jóvenes provenientes de Michoacán y Jalisco. Parecía ser una ocasión de lo más feliz. 

Durante la fiesta, Antonia recibió muchos ofrecimientos para casar a sus hijas. Eran más de tres los padres de algún muchacho que ya le había echado el ojo a alguna de sus hijas. La situación no era normal. Se hizo evidente que las tres niñas Barragán habían estado recibiendo pañuelos y muestras de amor de cuanto joven suspiraba por ellas, sin jamás matar ilusiones o elegir a alguno por sobre los otros, sino que le pidieron a su madre que les diera un poco de tiempo para seleccionar con calma al indicado. Ante esta decisión, los enamorados estaban desesperados y muy molestos.

La incómoda situación llegó a un punto máximo cuando las jovencitas fueron obligadas por los padres a decidirse por alguno de los jóvenes. Por la presión, las tres muchachas les dijeron que no iban a elegir a nadie, pues exigían tiempo para pensarlo. 

Pero los enamorados no esperan. Hubo uno que se quiso robar a Rubí y mientras otros lo impedían, no faltó el que le echó el guante a Esmeralda o a Perla. En una sola noche, sin que nadie supiera quién o por dónde, en medio de una balacera descomunal donde hubo muchos hombres muertos y heridos, las tres hijas de doña Antonia Barragán desaparecieron. 

La madre salió la misma madrugada a buscarlas, pero algo debió pasarle porque nadie la volvió a ver por días. 

Cuenta la leyenda que alguien le había avisado que sus hijas iban juntas rumbo al sur, obligadas por un hombre. Doña Antonia las buscó por meses. Como jamás encontró a ninguna, se regresó a su casa a llorarlas y justamente debajo de las tierras de los Barragán nacieron poco después tres chorros de agua. La gente decía que era el llanto de la madre por cada una de sus hijas. 

El lugar hoy día se conoce como Los Chorros del Varal, donde los turistas y lugareños suelen ir a zambullirse, sin sospechar que están nadando en las lágrimas de Antonia, la madre de Esmeralda, Rubí y Perla, las infelices muchachas raptadas por un desalmado pretendiente.

La princesa Atzimba 

Atzimba era una princesa purépecha, muy bella, que vivió en los tiempos de la conquista y era hermana del rey Tanganxoán II. Un día le dio una extraña enfermedad. Sin saber por qué, de pronto la princesa se desmayaba, perdía el conocimiento y vivía días enteros sin tener conciencia de ella misma. El rey hizo ir a los más diestros médicos del reino, quienes, luego de revisarla, dijeron que padecía un hechizo y que el remedio lo encontraría en las fuentes hirvientes de Zinapécuaro, que se encontraban ofrendadas a la diosa Cuerauáperi, madre de todos los dioses, de la salud y de la fertilidad, y que con los baños en esas aguas su cuerpo quedaría limpio de todo mal. Para que se tuviera buen resultado, la bella princesa Atzimba, debería ser consagrada al culto religioso de la diosa como esposa inmaterial del padre Sol. 

Atzimba fue llevada por una comitiva a los floridos campos de Queréndaro y, en Taimeo, tomó frescos baños con las cristalinas aguas a las faldas de la montaña. Más tarde, en medio de solemnes ceremonias fue llevada a Zinapécuaro y tomó el velo de la Hucháar-Nande —Nuestra Madre—, a la que dedicaban culto gran parte del día en el templo ahí edificado. Mas no se notaba recuperación alguna en la bella princesa Atzimba, pues una profunda melancolía se reflejaba en su rostro y, con frecuencia, presentaba contracciones musculares y caía a tierra sin sentido.

Leyenda de michoacán de la princesa de Atzimba

Hernán Cortés, que había conquistado Tenochtitlán y edificaba la ciudad nueva, tuvo noticias de la grandeza del reino de Michoacán y envió exploradores que le llevaran informes de lo que habían observado. Para tal encomienda seleccionó a un soldado de apellido Villadiego, quien partió a Taximaroa. Al arribar a esta frontera del reino tarasco, Villadiego y todos sus acompañantes fueron tomados prisioneros y el cacique los envió por la noche con una escolta a Tzintzuntzan para que fueran presentados al rey Tanganxoán II, y él dispusiera lo que se tenía que hacer con ellos. Al amanecer llegaron a Zinapécuaro y ahí fueron encerrados en el palacio de las vírgenes del sol. En el momento que llegaban al lugar, la princesa Atzimba entraba al palacio y vio al gallardo español, quien montaba un caballo blanco rodeado de quienes lo llevaban. La princesa se quedó inmóvil contemplando al joven, lo que para Villadiego no pasó desapercibido, quien a su vez fijó sus ojos en los de la bella joven. Fue una mirada larga y ardiente para los corazones de ambos. Los soldados tarascos se apresuraron a introducir al español al calabozo. La princesa extendió su brazo derecho hacia donde había desaparecido Villadiego y después de eso se desmayó. 

Pasados algunos días, despertó con el beso del español del cual se había enamorado. Eso había roto la maldición. Sin más, decidieron casarse. El padre de Atzimba, llamado Aguanga, era el Caltzontzin, es decir el rey de Michoacán. Él no quería que su hija fuera esposa de Villadiego, pero ellos insistieron y al final Aguanga aceptó, pero les dijo que su matrimonio tendría problemas y que se debían ir lejos. Ellos obedecieron y llegaron a tierras desconocidas. Los indios pusieron a los dos en una cueva y cubrieron la entrada con rocas grandes. El capitán Villadiego y Atzimba no pudieron salir. Los indios volvieron con el rey Aguanga y le dijeron: 

—Atzimba y el capitán no volverán nunca.  

Aguanga estaba muy triste, pero los indios tenían la costumbre de desterrar a los que no obedecían las leyes de la tribu. 

Años después, unos españoles, que iban pasando por la cueva, descubrieron la entrada y vieron a dos esqueletos abrazados.

Para los españoles Villadiego había desaparecido  en su viaje de exploración y jamás se conoció su destino, lo que dio origen al refrán: Tomó las de Villadiego.

En Zinapécuaro se construyó el balneario Atzimba, en honor a la princesa purépecha, porque ahí está el manantial a donde ella se fue a bañar. Y así, la leyenda de Atzimba va de boca en boca y todos coinciden en que ella era bella, que él era un soldado español y que ambos murieron porque el orgullo purépecha que no había sido vencido por los aztecas, tampoco iba a ser tocado por los españoles, ni siquiera en nombre del amor.

Mintzita

Don Antonio Huitzimengari y Caltzontzin había dejado en su palacio de Tzintzuntzan su túnica blanca y su manto de plumas con los colores reales para vestir el traje español. En la reciente fundada Universidad de Tiripetío —lugar de oro— cursaba los estudios mayores, después de aprender el castellano que, a cambio de la enseñanza del tarasco, le impartió el mismo fray Alonso de la Veracruz. Este fraile agustino, fundador de la primera Universidad del Continente, estaba maravillado de la inteligencia del príncipe Huitzimengari. ¿Quién hubiera creído capaces a los indios de tener semejante talento? El joven príncipe se deleitaba leyendo en griego La Ilíada de Homero y en latín los dulces versos de Virgilio.

Frente a la plaza principal de Pátzcuaro existe aún la casona que construyera Huitzimengari, que, como buen cristiano, traía consigo a su única esposa, la bella Mintzita, joven princesa que con su hermosura perfumaba aquella mansión señorial.

Mintzita no estaba acostumbrada a la elegancia europea que comenzaba a brillar en Pátzcuaro; por lo mismo, cada día echaba de menos su real casa de Tzintzuntzan. Más el amor que la unía estrechamente con su señor, la hacía soportar aquella vida entre gente extraña que hablaba un idioma para ella desconocido y que sólo su esposo entendía. ¡Con qué timidez lo veía montar a caballo y salir acompañado de sus amigos españoles! ¡Y con cuánta angustia esperaba su regreso! Temerosa de que aquellos fieros y enormes venados sin cuernos fueran a matarlo ¡Con cuánto temor también se acercaba a aquel Cristo que en el adoratorio del palacio ocupaba el lugar de Curicaueri, para acercarle el sahumador donde ardía el copal e implorarle por la vida de su señor!

Leyenda de michoacán de Mintzita

En la plaza mayor de la antigua Petatzecuaro, comenzaron a aparecer las más distinguidas damas recién llegadas de España. Cada comitiva que llegaba llenaba de admiración a Mintzita, que, tras las rejas de los balcones, temblaba al relincho de los corceles y ante la hermosura de aquellas mujeres blancas de cabellera de oro que portaban trajes raros y lujosos. 

—¡Nana Cutzi! —exclamaba Mantzita— estas mujeres cautivarán a mi señor y entonces moriré de dolor.

Con la llegada de las damas españolas comenzaron las celebraciones. A todas las fiestas, siempre y de manera cortés, era invitado don Antonio; no sólo por ser poderoso, ya que para los indios era todavía el emperador, sino también por ser un caso raro que aquel indio tuviera modales perfectamente europeos e inteligencia cultivada. Era tanto el encanto singular que brotaba de los ojos de obsidiana de don Antonio, que muchas damas se sentían emocionadas ante él.

Cuando compró la primera carreta, empezaron las serias inquietudes de Mintzita. Con el pretexto de probar la bondad del carruaje, el encargado de la real aduana y otros caballeros españoles, comenzaron a buscar más la amistad del príncipe; pero lo que inquietaba a Mintzita era la frecuencia con que don Antonio salía de paseo, no sólo con los caballeros, sino también con las damas. Entre ellas, hacía gala de su hermosura doña Blanca de Fuenrara, hija de un capitán español, gran caballero y principal encomendero de la región. Si doña Blanca hacía gala de su hermosura, más gala hacía de la amistad del príncipe. La muy avara había tropezado con un tesoro inapreciable: los ojos soñadores del último Caltzontzin.

Mintzita temblaba cuando su amado ordenaba enganchar aquella elegante carroza que salía retumbante por la ancha puerta del palacio señorial. Todo empeoró cuando la servidumbre le contó cómo el señor cortejaba a las damas y la preferencia que tenía por doña Blanca ¡Qué ganas sentía Mintzita de conocerla! Pero era casi imposible que sin saber el castellano y con la timidez que sentía entre toda aquella gente, se pudiera presentar en sociedad. Sin embargo, el destino le deparó una oportunidad.

La servidumbre se agitaba en el palacio de Caltzontzin. La suntuosa vajilla de barro policromado, orgullo de los alfareros de la real Tzintzuntzan, era alistada en el amplio comedor. Las cocineras indígenas preparaban manjares al estilo de la tierra, principalmente la espumosa bebida de cacao, a la que ya comenzaban a ser muy afectos los españoles. Mintzita corría rápido como rayo luminoso, con su blanca túnica purépecha y su paño que graciosamente le caía por la espalda después de cubrirle la cabeza. Paño que había sido tejido en el taller familiar con la patacua y teñido con chupicua color azul fino. Todo lo vigilaba la niña, todo lo arreglaba con el deseo grande de que lo encontrara bien su marido; pero sufriendo intensamente porque sabía que aquella fiesta, más que para los caballeros españoles, era para doña Blanca de Fuenrara.

¡Y qué banquete para los paladares españoles que nunca habían probado tan ricos manjares! Junto a los elotes cocidos, lanzaban sabrosos vapores los tiernos uchepos, lo mismo que las deliciosas corundas.

Cuando se presentaron las damas y caballeros, Mintzita sólo vio a aquella que le señalaron como su rival: doña Blanca de Fuenrara. De ella se le grabaron: los ojos verdes, la cabellera de oro, la blanquísima tez y su hermoso vestido.

—¡Nana Cutzi! ¿Por qué hiciste tan bella a la extranjera? ¿Por qué diste a sus ojos el color de las olas?

Así gemía Mintzita con amarga desesperación. Así dejó de ser la alegría del palacio de Caltzontzin. Así don Antonio la perdió por mucho tiempo.

Huyó Mintzita de todo lo que le hacía daño. Se fue a ocultar su pena a las montañas familiares, en las islas amigas, lejos de aquellos ruidos y las cosas extrañas que tanto mal le hacían.

Cuando don Antonio supo el lugar donde se ocultaba Mintzita, le dijeron que ésta había perdido la razón. En la Isla de Pacanda la habían encontrado hilando todo el tiempo, sin importarle la lluvia, el frío o el calor. Tejía y tejía una rara manta, larguísima, que parecía que nunca iba a acabar. Después, permanecía horas enteras contemplando las verdes aguas y, cuando la Madre Luna aparecía radiante en las regiones de Auándaro —el cielo—, Mintzita exponía su cuerpo desnudo a las caricias de sus rayos, pero no estaba loca. Había ido a entregarse a sus dioses, a sus bosques, a la soledad de sus islas para pedirles que cambiaran su cuerpo y lo hicieran semejante al de la Hija del Sol que le robaba el amor de su señor.

Don Antonio llegó a la Pacanda en una rápida canoa y entre el bosque comenzó a buscar a Mintzita. En la cumbre de un templo piramidal, don Antonio vio a Mintzita parada, como si lo estuviera esperando. El príncipe quedó pasmado de su belleza. Nunca la había visto tan hermosa. Había ceñido a su cintura una vestidura rara, cuyos pliegues se multiplicaban alrededor de su cuerpo, formando a su espalda un enorme abanico que contrastaba con la cascada de sus trenzas. En la cabeza y sobre los hombros, tenía el rebozo pintado de azul y blanco.

Don Antonio no pudo más. Sintiéndose esclavo de aquella divina mujer que lo contemplaba con amor desde la casa de los dioses, subió las gradas con un arranque violento y de rodillas le dijo: 

—¡Guari! —que significa señora—, ¿por qué abandonaste la morada donde tu siervo se muere de tristeza? ¿Por qué me llenaste el alma de dolor con tu pérdida? ¡Vuelve a nuestra casa como su dueña, como la poseedora de mi amor!

—Don Antonio, señor mío, he visto a tu alma abandonar la mía y sola he vivido como la Madre Luna. A ella he venido a pedirle que me dé la blancura del cuerpo de aquella mujer; a nuestro Padre el Sol le he pedido que ponga en mi cabello el oro de sus rayos, y a la bella laguna, Hapunda, el verde de sus olas para que mis ojos sean también como los ella. Mira mis ropas, yo misma las he tejido para hacerlas iguales, y con la chupicua he teñido mi rebozo, donde la Madre Luna puso sus blancos rayos. Mírame, don Antonio, ve si me parezco a ella y si así puedes ya quererme.

El príncipe la contempló largo rato, admirado de que Mintzita, por querer asemejarse a Doña Blanca, conservaba su belleza, que para él era mayor que la de cualquiera. Pensó en que nunca encontraría quien le diera prueba semejante de amor y, enternecido, la invitó a volver al palacio.

Grande fue el asombro de los españoles cuando Mintzita fue presentada en sociedad como la esposa legítima de Caltzontzin, porque nadie se esperaba verla ataviada con un traje tan singular. En poco tiempo, por todo el reino tarasco se engalanaron las mujeres de los principales caciques con la vestimenta creada por Mintzita y las mismas damas castellanas comenzaron a usarla en sus fiestas. Las indias pronto hicieron de este traje su mejor gala.

Así surgió el traje característico de las mujeres de Michoacán.

Otras leyendas relatan que en realidad él no fue a buscarla, sino que, al terminar su vestido, ataviada con él, adornado con collares también multicolores, fue en busca de su amado, pero cuando llegó con él, Caltzontzin había sido asesinado por los mismos españoles, quedando el traje michoacano como símbolo de la fidelidad de la mujer mexicana.

Noche de muertos

El 1 y 2 de noviembre en México se celebra a los muertos, primero a los niños o los Santos Inocentes, y el segundo día las campanas suenan para nuestros antepasados. Cada región tiene su estilo para esta celebración nacional. El aire se llena de recuerdos y leyendas junto con los espíritus que regresan a visitarlos. Así, llega esta ocasión de preparar platillos especiales, esos que les gustaban a sus difuntos. Tiempo de comprar flores, dulces y velas para la ofrenda. Se va a misa y se reza para pedir por las almas que han partido. En esta noche, aquellas ánimas regresan para así mantener los lazos de amor, renovados aún después de su partida. La noche va cayendo, los preparativos ya están listos y, mientras las sombras se alargan, los fantasmas caminan levemente por todos los rincones de las ciudades y los poblados. 

Existen algunas leyendas como la del lago de Pátzcuaro, que impresionaba por su belleza y sus islas, especialmente la de Janitzio, con sus construcciones de blancas paredes y de teja roja. En este escenario, en la noche de muertos, los fantasmas salen de las aguas como viejos espíritus guardianes de tesoros y de amores. Se cuenta que, llorosa, se ve a una joven deambulando sin sentido por la zona. Es la sombra de Mintzita, hija del Rey Tzintzicha, que busca, caminando hacia el lago que refleja la luna y las estrellas, a su príncipe amado, Itzihuapa, hijo de Taré, heredero de Janitzio. 

Leyenda de michoacán de Noche de muertos en Janitzio

Locamente enamorados, no pudieron casarse por la inesperada llegada de los conquistadores españoles. El fiero Nuño de Guzmán había atrapado al Rey, padre de Mintzita. La princesa quiso rescatarlo ofreciéndole al malvado el fabuloso tesoro oculto bajo las aguas, entre las islas de Janitzio y Pacanda. Fue así como a su amado lo llevaron al lugar para extraer el tan codiciado tesoro. Remaron hasta el punto exacto marcado por el reflejo de las constelaciones estelares y, mientras se empinaba, fue atrapado por veinte sombras que lo escondieron bajo las aguas y se hundieron con él. Itzihuapa quedó convertido en el vigésimo primer guardián de tan fantástica riqueza y Mintzita dejó este mundo esperando a la orilla del lago. 

Pero, en esta noche en que los muertos regresan, ella camina hacia el lago buscando consolarse ante la imagen de su amado, quien surge del lago subiendo la empinada cuesta de la isla. Así, los dos espectros, Mintzita e Itzihuapa, se susurran palabras cariñosas mientras se miran a la luz de las llamas de los cirios. 

Algunos también cuentan que cuando los habitantes se duermen, ya que está bien oscuro, los muertos se empiezan a levantar y a comerse los platillos que sus familiares trajeron para ellos. Pero un día se despertaron varias personas y le preguntaron a un señor que iba pasando, qué hora era y el señor contestó con una voz muy rara que no traía reloj y siguió caminando hacia una tumba. Cuando llegó ¡desapareció! Todos quedaron muy sorprendidos e inmediatamente se acostaron y trataron de dormir.

Ahora dicen que cada 2 de noviembre, la gente tiene la misma tradición, pero, cuando anochece, todos fingen dormir para poder ver a los muertos volver.

El tesoro del Caltzontzin

Zacapu era la ciudad sagrada del pueblo purépecha. El centro ceremonial era enorme e importante. Ahí se adoraba a un ídolo al que llamaban Tupup-Achá —el gran espíritu creador del universo—, y también a Querénda-Angápeti —la peña que está levantada—. Alrededor de las construcciones sagradas, se alzaban las casas de los sacerdotes, los baños de vapor, así como los palacios de los principales, entre los que destacaban aquellos cuyas ruinas hoy conocemos como «El Castillo de Caltzontzin», «El Palacio de la Reina» y «La Guatápera», albergue de las guanacha, jóvenes vírgenes consagradas a Tata Huriata —el sol— y a Nana Cutzi —la luna—. 

Leyenda de michoacán de el tesoro de Caltzonzin

La gente aseguraba que el rey y el Petáuti, supremo sacerdote, había hecho construir varios túneles que conducían a Pátzcuaro y a Tzintzuntzan y se conectaban con Zacapu, haciendo más corto el trayecto entre ellas. El largo túnel pasaba bajo las montañas y el lago, así el rey podía admirar en el lago de Pátzcuaro la grandiosa obra de la madre naturaleza, o bien, podía observar en Zacapu la salida del sol que asomaba tras la cumbre del Zirate. Él guardaba sus tesoros y los de sus dioses en aquel enorme túnel cuya entrada mantenía en secreto y sólo conocían el propio rey y el gran sacerdote. 

La conquista de Michoacán por los extranjeros fue cruel e implacable, destruyéndolo todo en busca de saciar su desmedida codicia de oro y plata. Aquí todo fue destruido, pero se asegura que los tesoros reales y divinos no fueron entregados, sino que se conservan escondidos en ese túnel, cuya entrada no se ha podido localizar. 

Tanto en Pátzcuaro como en Tzintzuntzan se han hallado entradas a túneles secretos, pero nadie ha logrado avanzar más allá de unos metros porque el oxígeno se agota, por lo que ¡los tesoros no se han encontrado! 

Hoy quedan aquí como huella de esta historia, y como prueba de su existencia, los palacios en ruinas y la figura de un hombre atractivo y valeroso que, por las noches, se pasea por entre esas ruinas y que parece detenerse a observar la tranquilidad de este pequeño laguito que llamamos «La Zarcita». Por cierto, dicen que esa agua cristalina y pura es sagrada, pues es un regalo de Nana-erapperi —madre naturaleza— a los grandes dioses purépechas que tenían al Uriangarapexo por mansión, a cuyos pies brotan los manantiales. Esa agua de excelente calidad tiene un sabor muy especial, pues todo el mundo asegura que es distinta a las de otras partes. Aquí se dice que quien toma agua de La Zarcita, ya no se va de Zacapu y, si se va, vuelve porque extraña esa agua preciosa y exquisita.

El vigilante cerro del Tecolote

La montaña más alta de Zacapu es el cerro del Tecolote. El eco de su origen llega hasta nuestros días y nos cuenta que, cuando los purépechas llegaron a estas latitudes, a principios del siglo XII, venían guiados por Ire-Thicátame, su valeroso caudillo, y que entonces el Tecolote no existía. 

En cuanto el príncipe vio este paisaje, quedó maravillado y tomó la determinación de quedarse aquí con su gente, por lo que ordenó levantar de inmediato una yácata y sobre ella un altar, en el que colocó a Curicaveri, su deidad preferida y la encendió para adorar al fuego sagrado. Envió mensajeros al cacique de Naránxhan, Zirán-Zirán a quien exigió amistad y paz a cambio de que los naranjeños llevaran leña para el adoratorio de Curicaveri. Zirán-Zirán no sólo accedió aceptando la sumisión, sino que además obsequió a Ire-Thicátame a su bellísima hija Pisperama —flor de maravilla—, a quien tomó como esposa y con quien procreó al primer zacapense de que se tenga memoria, llamado Sicuir-Achá —el señor vestido de pieles—. 

Leyendas de Michoacán del vigilante del cerro del tecolote

Un día Iré-Thicátame encontró junto a la hoguera a su hijo.

—¿Qué haces? —le preguntó. 

—Estoy fabricando flechas para que tú y yo castiguemos a los de Naránxhan, por que han insultado a nuestros dioses, robando los venados que yo cacé. 

Cuando dieron alcance a los de Naránxhan, les preguntaron: 

—¿Por qué se han apoderado de nuestra caza? Les previne que los venados son presas sagradas y que no deberían tocarlas jamás, ¡aunque fueran mis hermanos!  

Los de Naránxhan se arrojaron intempestivamente sobre padre e hijo, haciéndolos caer en tierra, luego huyeron rápidamente. Poco después los de Naránxhan, acompañados por los guerreros, llegaron hasta la cabaña de Iré-Thicátame a quien retaron aprovechando que estaba solo, pues Sicuir-Achá había salido para practicar la cacería. 

—Hoy venimos a saborear nuestra venganza. 

—Vengan—respondió Iré-Thicátame—, que mientras cuente con las flechas que con los dioses me he armado, seré invencible. 

Los aliados de los de Naránxhan comenzaron a llegar, cada vez más y más. Cuando disparó las dos últimas saetas sagradas, en ese instante cayó muerto el rey. Pisperama lavó con sus lágrimas el cadáver de su amado esposo, lo colocó sobre el altar que levantó con amor y con llanto, lo cubrió con flores y con las flechas sagradas que arrancó de los cadáveres de sus enemigos formó una gran pira a la que le prendió fuego. 

Cuenta la leyenda que aquella casa, con el altar y el cadáver de Iré-Thicátame fue creciendo y creciendo hasta formarse un elevado monte, el más alto de la región, en cuyas entrañas ardía el fuego y tronaba airado, convertido en volcán. La venganza de Sicuir-Achá acabó con los de Naránxhan y aplacó la ira del volcán que cesó su actividad y se recostó a dormir. Los años han transcurrido, pero Iré-Thicátame, convertido en majestuoso monte, se mantiene vigilando a su pueblo, el Zacapu de Curicaveri. Por eso majestuosa presencia ha infundido siempre respeto y admiración.

La bella doncella de la laguna de Zacapu

La laguna de Zacapu, hace mucho tiempo, tenía tres veces más de las dimensiones que ahora tiene. 

En el Zacapu Prehispánico hubo una historia de amor que dice que en el reino Purembe vivía una doncella, hermosa y bella como la luna, que estaba enamorada de un príncipe de uno de los reinos cercanos que formaban el poderoso imperio de los Purépechas. 

El príncipe venía a visitarla todos los días y disfrutaba largos ratos de su compañía, paseando en canoa por la hermosa y apacible laguna, desde donde contemplaban la salida radiante del sol o el ocaso. También miraban maravillados el blanco vuelo de las garzas o alguna flor acuática. Y con esos momentos de felicidad transcurría el tiempo, lento y tranquilo para los enamorados.

Leyendas de Michoacán de la bella doncella de la laguna de zacapu

Un día, los deberes de su jerarquía reclamaron al príncipe y éste se alejó de la dulce doncella de Zacapu. Pasaban los días y el príncipe no volvía. La dulce y hermosa joven, desesperada, desoyendo los consejos de su madre, decidió ir a buscar a su príncipe amado. Se dirigió a la laguna, pasando por los sagrados Cúes del Uringuarapexo y, bajando a la orilla, tomó una canoa para cruzar las aguas e ir en busca de su amado, pero la inexperiencia de la doncella hizo que la frágil embarcación se volcara y pereciera ahogada, perdiéndose para siempre su cuerpo. 

Desde entonces se cuenta que por las noches aparece la doncella, más bella y radiante, y que emerge del agua buscando a su príncipe, pero que como no lo encuentra, se lleva a algún hombre, al que seduce con su hermosura. 

Al sonar las doce de la noche, la fantasmal pero bella aparición surge de las aguas de la laguna y sube por las calles hasta la Plaza Cívica Morelos, corazón de la Ciudad, donde antiguamente era el mercado, y a los jóvenes que encuentra los invita a su casa, pidiéndoles que la sigan. Si alguno es seducido por la belleza de la joven, como hipnotizado es atraído por ella, encaminándose hacia la laguna, donde entran en las aguas, fundiéndose en tierno abrazo y por lo que se ahoga el desprevenido galán. 

El hecho curioso de que año con año la laguna cobre más de alguna víctima, sobre todo en los días de Semana Santa, ha despertado la creencia popular de que nuestra laguna es mujer, porque se lleva en sus aguas sólo a hombres a quienes, por cierto, ha sido difícil rescatar, asegurándose que ella los quiere retener.

A simple vista parece que el fondo de la laguna no es profundo, pues cerca de la superficie se ve lodo, pero cuando alguien pretende pararse sobre él, se hunde y siente que se le quedan pegados los pies.

Suruán y el Diablo

Hace mucho tiempo que Suruán, —llamado también Taretzuruán—, un hermoso cerro de la Meseta Tarasca y que tiene la apariencia de un murciélago, fue a visitar a Marijuata, un cerro cerca de Paracho, para pedirle que contrajera matrimonio con él a cambio de darle mucha agua. Marijuata, indignada por tal atrevimiento, contestó que no, y además le pegó con una vara en su brazo izquierdo, al que dejó más bajo que el otro, como puede verse en un ala del Cerro Murciélago. 

El desdeñado Suruán decidió que se casaría con Cheranguerán, un pueblo que se localiza cerca de la población de Cupatitzio, en la parte alta de Uruapan, y le otorgaría toda su agua al hermoso lugar.

Leyendas de Michoacán de Suruan y el Diablo

Mientras tanto, la Marijuata contrajo matrimonio con Cuicuintacua, un cerro que se encuentra cerca de un pueblo localizado hacia el norte de Ahuirán, en el hoy municipio de Paracho. Dicho cerro era sumamente seco.

Los buenos propósitos de Suruán de darle agua a Uruapan no se podían realizar por la terrible oposición del Diablo. Cada vez que Suruán enviaba el agua, el Diablo impedía a toda costa que pasara. Suruán se encontraba muy consternado por no poder enviar el preciado líquido, pues se daba cuenta de que, tanto los animales como los hombres lo necesitaban con urgencia y estaban sufriendo mucho por la escasez.

El Diablo insistía en impedir que el agua bajara hasta Uruapan, sin embargo, un buen día se formaron nubes y remolinos arriba del cerro y el agua empezó a tomar fuerza y fue descendiendo. El Diablo empleaba todo su poderío para detenerla; en esas estaba cuando de repente resbaló y cayó con una rodilla sobre una piedra. Su caída fue con tanta fuerza que su rodilla quedó marcada para siempre en el lugar donde surge el río Cupatitzio, lugar conocido como La Rodilla del Diablo y que aún puede verse en el Parque Nacional Eduardo Ruiz de Uruapan.

Desde entonces, cada que alguien ve aquel hueco, recuerda que ahí el Diablo resbaló y dejó marcada su endemoniada rodilla cuando quiso matar a todos de sed. 

La siniestra curva de la Hacienda de Buenavista 

Al pasar los años, la gente de Zacapu ha sido testigo de muchos accidentes terribles y muertes que han ocurrido en la curva de la Hacienda de Buenavista que, aunque a simple vista no se ve peligrosa, sus estadísticas dicen otra cosa. 

A mediados de los noventa, un terrible y lamentable accidente, que muchos recuerdan aún, fue el de un fatal choque entre un autobús y un camión de volteo, donde todos sus tripulantes murieron calcinados, un hecho que sin duda fue lamentado por todos los zacapenses.

Alrededor de tres años después, al filo de la media noche, por la radio, los policías recibieron una llamada para acudir a un accidente en la misma curva. Al llegar a la escena encontraron un vehículo con tres muertos y dos heridos, quienes gritaban, invadidos por el pánico, que los sacaran ¡porque se estaban quemando!

Uno de ellos aseguraba, desesperado, que habían chocado ¡con un autobús! Suplicaban que lo rescataran lo antes posible, así que rápidamente el miedo se apoderó de los policías porque eso no era posible. El coche en el que viajaban no chocó contra un autobús, ni mucho menos se estaban quemando. El auto se había estrellado contra la barra de contención y el alma de los difuntos de aquel trágico accidente se apoderó de ellos mientras agonizaban. Por desgracia, uno de los dos heridos falleció al día siguiente. Al tomarle la declaración al único sobreviviente, dijo que el difunto que iba manejando, segundos antes del impacto gritó: ¡Vamos a chocar con un autobús! Pero tal autobús nunca existió.

Leyendas de Michoacán de la siniestra curva de la hacienda de buenavista

El expolicía, Chino Cervantes, entraba a trabajar a las doce de la noche, junto con sus compañeros de rondín. Iban a patrullar y regresaban a la base entre dos y media y tres de la madrugada, por lo que muchas veces les tocó pasar por la misma curva del accidente. El Chino y sus compañeros siempre se persignaban al pasar por el lugar como respeto a los difuntos, pero sólo cuando sus compañeros iban despiertos, ya que en ciertas ocasiones él no dormía porque le tocaba manejar y era cuando más nervioso se ponía al recordar los accidentes en esa curva. 

Cierto día, al aproximarse al lugar, su compañero copiloto iba cambiando de estación cuando el Chino, en plena curva, miró un segundo la radio para ver la estación. Al voltear de nuevo a la carretera vio a unas personas en la orilla, alzando las manos y pidiéndole ayuda, ¡en plena curva!, por lo que inmediatamente se frenó sobre la carretera. El compañero, desconcertado, preguntó por qué había hecho eso. El Chino, quien de nuevo era víctima del miedo y el pánico que se apoderaban de él, le dijo con voz temblorosa a su compañero sobre la gente que había visto. Entonces el compañero le respondió:

—Prende la torreta para ver a las personas y échate en reversa para subirlas. 

En ese momento volteó hacia donde las había visto y únicamente se encontró con cruces y altares exactamente donde habían estado las personas que le pedían ayuda. Ahí se dio cuenta que eran sus almas. Ahora se sabe que ocasionan muchos de los accidentes que ahí pasan. Después de ese día, siempre se persignaba al pasar por la curva.

Años después contó que, en su tiempo de patrullero, era muy común recibir llamadas de gente que decía haber visto personas en la carretera solicitando ayuda, algo que aún pasa. Se cree que estas almas sólo necesitan una misa, un rezo o que alguien se acuerde de ellas.

Caminemos, la leyenda del maíz

Una bella doncella llamada Yurixkuiri —de sangre pura— barría su patio y cuidaba su jardín de flores en una bonita loma donde todos los días saludaba al dios sol Curicaueri —tata huriata— y a Nanacuerari la diosa tierra, cuando de pronto llegó veloz y agitado un tzintzuni —colibrí— vestido de oro y esmeralda, quien le pidió auxilio y refugio, pues lo venía persiguiendo un gavilán. La doncella, amablemente, le dio refugio en su mandil y siguió haciendo sus quehaceres. 

Aletargado por el dulce calor de la doncella, el tzintzuni se durmió y la joven al poco rato se olvidó de él. 

Trece veintenas después, la doncella dio a luz a su bello characu y en ese mismo instante la tierra se movió y empezó a escupir fuego por la punta de los cerros; las aguas del mar y de los lagos se levantaban y querían llegar a las montañas; las nubes se enojaron, lanzaban rayos que partían los troncos y desgajaban cerros; los vientos arrancaban árboles y hacían rodar enormes piedras como si fueran canicas. Yurixkuiri, muy asustada y pensando que su hijo era la causa del enojo de los dioses, se apresuró a lavarlo, besarlo y lo sacrificó, pero antes le puso nombre, lo llamó Guayangari y así lo ofrendó diciendo: 

—Dioses de los cuatro rumbos, si mi hijo recién nacido es la causa de su ira, tómenlo para ustedes, pues yo no quiero ser la causa de lo que está sucediendo. 

Entonces pasó un águila, se lo arrebató de las manos y lo llevó a la punta del cerro grande —Keri huata—. Luego de que pasó la gran destrucción y las aguas regresaron a su cauce, el águila nuevamente lo llevó a una isla del lago de Pátzcuaro. Ahí lo alimentaron los patos, las codornices y las güilotas. Las venadas se dejaban amamantar y los peces salían solitos del lago, todo para servir de alimento al characu.

Leyendas de Michoacán del maíz

Cuando creció y se hizo fuerte, se fue nadando a tierra firme y fue capturado por una tribu de guerreros salvajes. Ahí fue destinado al sacrificio, pero la hija del jefe de los guerreros, llamada Itziguari, se enamoró de él. Ella rompió sus amarres y huyeron juntos a los cerros más lejanos. De esta feliz pareja nacieron Cuiriuanapu-caheri y Nana-pireri y muchos hijos más que, cuando se hicieron mayores, buscaron parejas con gente de otras tribus y, entonces, apareció la estrella más bella como mensajera del sol Curicaueri, y les dijo:

—Caminemos, tomen esta tarecua de oro —cuña que se usa para la siembra de maíz— y vayan de cerro en cerro. Golpearán la tierra y donde encuentren que la tarecua se hunde un geme —distancia entre el dedo pulgar y el índice extendidos—ahí se quedarán y harán ecuaros —parcela sembrada de maíz— para que se alimenten. Les dirán a sus hijos que adoren al dios Tata-huriata, que es nuestro padre y a Nanacuerari que es nuestra madre. 

Todas las parejas se fueron de cerro en cerro y llegaron a la meseta entre el Tancítaro y el Keri-huata de Patamban y la Marihuata de Paracho, ahí se hundió sin esfuerzo la tarecua de oro y se abrió un agujerito secreto de donde salieron cuatrocientos granos de oro, que eran maíz amarillo, entonces apareció otra vez Curita-caheri, la mensajera del sol, y les dijo: 

—Con estos granos hagan ecuaros y enseñarán a los otros a hacer lo mismo y nunca les faltara alimento. A este lugar llámenle Tancítaro, que quiere decir lugar de tributo, y aquí verán crecer y multiplicarse a sus hijos.

Así vivieron felices mucho tiempo sembrando maíz, frijol, calabaza y chile. Cada día que pasaba, Guayangari y su mujer Itziguari, se volvían más viejos y más sabios. Conforme tuvieron muchos descendientes, ellos sentenciaron que cada vez que la población llegará a veinte veintenas de parejas, o sea cuatrocientas familias, debían buscar camino para fundar otro pueblo y así no tener problemas por falta de espacio dónde sembrar. 

Así fue como emigró la primera veintena de parejas a buscar otro sitio y, al irse, los tatas les asignaron un guía para que les indicara el camino. Éste fue el pajarito más bello de la meseta purépecha, llamado kua, por el sonido que emite cuando vuela de una rama a otra. La veintena de parejas seguían al ave tratando de saber dónde establecerse, hasta que, por fin, después de mucho caminar hacia el norte, en un arbusto muy alto, la kua no quiso avanzar más, ni volar hacia otro árbol. Luego las tzicuames se dieron cuenta que en ese lugar había un macho de la kua, llamado korkovi, que comenzó a enamorarla y, como ya era tiempo de primavera, el ave comenzó una especie de danza, sobrevolando encima del arbusto indicando los cuatro rumbos del universo aleteando sin avanzar y cayendo en picada otra vez al sitio donde estaba la hembra en celo. 

Ésa fue la señal para que aparecieran cuatrocientas kuas más y todas ellas depositaron sobre el suelo su semilla y de ahí nacieron cuatrocientas matas de maíz que, cuando la gente cuidó y cosechó, vieron que era blanco como el color de la semilla de las kuas y se dieron cuenta que era bueno para comer, igual que el maíz amarillo que ya tenían, así que ahí se quedaron.

Cuando se juntaron otras cuatrocientas familias, de igual forma los tatas les asignaron otro guía que buscaría un nuevo rumbo. En este caso fue un zopilote, quien voló con rumbo al poniente. El pueblo lo seguía al filo del mediodía, pues es cuando el aire está más caliente y el zopilote vuela con majestuosidad, sin el menor esfuerzo. Poco después, al ave se le juntaron otros cuatrocientos zopilotes que volaban sobre un coyote muerto. Después de que las aves se comieron al coyote, nuevamente sobrevolaron en el aire para marcarles el lugar. Esa fue la señal  para saber dónde debían fundar el futuro pueblo. De las semillas de los zopilotes, nacieron unas hermosas matas de maíz que la gente cuidó y, cuando lo cosecharon, vieron que era de color azul como la semilla de los zopilotes.

Así sucesivamente, cada veintena de veintenas de parejas recibieron su rumbo y su guía. A la tercera veintena en emigrar se le asignó la codorniz y ésta tomó rumbo hacia el oriente. Caminó y caminó entre breñales y matorrales hasta que encontró un congeral —arbusto que da frutos rojo intenso y se usan para teñir— en un llano enorme. Nuevamente aparecieron como cuatrocientas codornices que comían el fruto de la congera y, como el fruto es de un rojo brillante, cuando las codornices dejaron su semilla, ésta era del mismo color que el fruto y, por ende, cuando cosecharon el maíz, vieron que era de color rojo intenso y que era bueno y blando para cocerlo y molerlo. Ahí se asentaron y fundaron pueblos en los cuatro rumbos de toda la meseta purépecha y la región lacustre y la de los valles. 

Ya tenían su principal sustento, que era el sagrado maíz en sus cuatro colores y que fue un regalo de Kurita-kaheri.

Este hermoso cuento que los tatas contaban nos deja ver la sabiduría de nuestros antepasados, pues ellos, respetando las leyes de la naturaleza, no excedían cierto número de gente en sus pueblos. Cuando ya eran muchos y la tierra y el agua no eran suficientes para que todos ellos tuvieran dónde sembrar y cosechar para tener el sagrado maíz, buscaban un nuevo lugar para asentarse y comenzar otro nuevo pueblo. Así fue como aparecieron los cuatro colores del maíz y los cuatrocientos pueblos por toda la meseta purépecha, los valles y la tierra caliente. Por lo mismo, ellos y otros pueblos ajenos a ellos, llamaban al rey: Caltzontzin, pues quiere decir en náhuatl “Señor que gobierna más de cuatrocientos pueblos”.

Fue de esta forma como la gente se recuperó y poblaron nuevamente los cuatro rumbos de la tierra después de la última gran destrucción humana que se dio cuando el océano invadió toda la tierra.

El Dragón Infernal

El Reventón era un montículo muy bonito con algunos pinos y encinas que daban sombra y donde cantaban alegres pajarillos. La negra capa de la noche se acercaba mientras las luces del sol se ocultaban tras el Tecolote y las personas se iban yendo a sus casas con sus familias para descansar del peso de un día más de trabajo. Mientras la luna difundía su opaca y amarillenta luz, sucedió aquel hecho insólito que alarmó al vecindario provocando un gran temor.

Hoy es una loma empinada y rocosa. Hay gente que dice que está encantada y que hace mucho no tenía nombre, pero con el tiempo se le puso el de: El Reventón.

Existe la creencia de que el causante fue un dragón enorme. Pero retrocedamos unos años en el tiempo, a un día del año 1820.

Leyendas de Michoacán el dragón infernal

En el obscuro cielo se mostraba fiero y amenazante un negrísimo dragón que mostraba su furia con enceguecedores relámpagos y fortísimos truenos, a la vez que los techos de las casas amenazaban desprenderse de tajo. Como ya había arrancado algunos árboles, sembró el pánico en los habitantes del pueblo.

Nadie sabía qué hacer, sólo encomendarse a Dios. En su desesperación imploraban, rezaban, oraban, rogaban con gran fe y mucho arrepentimiento de sus pecados, pues creían que se acercaba el fin del mundo y todos iban a perecer.

De pronto, el fenómeno cambió de curso, precipitándose violentamente contra el cerro, por lo que cayó el dragón infernal sobre tierra y parte de la laguna.

Se cuenta que el cerro quedó partido por la mitad, como ahora se puede ver, por el impacto que contra él dio el dragón. Cayó la cabeza en medio de la laguna, el cuerpo sobre el pueblo, por la plaza —de allí que ahora el terreno no sea plano, sino que tiene elevaciones como el promontorio donde está el tanque del agua potable—, y la gigantesca cola sobre el cerro del Tecolote.

Dicen que el dragón, por el golpe tan fuerte, está desde entonces dormido, atarantado, pero que de vez en cuando se mueve y es lo que todos sentimos como temblor de tierra.

Dicen también que, a veces, al respirar profundo, la bestia bajo el agua forma un remolino en medio de la laguna, lo que ha causado que se hayan ahogado ya muchas personas.

El cerrito partido de tajo, allí está. Hoy es rocoso, con piedras sueltas de todos los tamaños y dimensiones, inseguras y fácilmente desprendibles, sin árboles, de difícil acceso y con una cruz amarilla pintada sobre una roca. Allí sólo se dan nopales, biznagas y esa yerba que llaman bembericua y que produce, en quien se le acerca, muchos granos por todo el cuerpo. Además, abundan las lagartijas, las culebras, las víboras y las avispas. Pero el panorama que puede observarse desde su altura, es de lo más bello. Si algún día vas a la cima, ¡sólo ten cuidado de no despertar al Dragón Infernal!

Hupanda, el lago de Cuitzeo y las garzas de Pátzcuaro

Una hermosa y joven princesa, llamada Hupanda, vivía sola y triste en un jardín de la isla Yunuen, una de las ocho islas que se encuentran en el lago de Pátzcuaro. En ese lugar había dos ríos cristalinos que la diosa creó para entretener a la doncella, pero nada parecía ponerla contenta, pues su padre la obligó a quedarse ahí.

Siempre triste, Hapunda se pasaba todo el día llorando y sus lágrimas corrían a mezclarse con el agua de las fuentes. Los sollozos de Hapunda no llegaban al corazón de los dioses, a quienes rogaba que regresara su amado guerrero que, bajo las órdenes de su padre el rey, había ido al campo de batalla a luchar por los suyos.

Una mañana que Huriata —el padre sol— se veía majestuoso sobre las montañas, desfilaban por el prado Cuaracurio —donde está la ardilla—, cientos de guerreros. El ruido de las cuiringuas y caracoles asustó a un tzintzuni —colibrí— que tomaba la miel que Hapunda le ofrecía.

Leyendas de Michoacán de huapanda del lago de Cuitzeo

La princesa se puso triste cuando el colibrí se fue, pues le recordó la partida de su amor, al que jamás volvería a ver.

Cuando el ejército regresó, corrió a preguntar por su amado a los guerreros. Ellos bajaban la cabeza y seguían caminando. Entonces buscó a su padre y le dijo: 

—Padre mío, devuélveme a mi amado que partió junto con tu ejército cumpliendo tus órdenes, ya que te empeñaste en que debía regresar vencedor para hacerse merecedor de mi amor. 

Todos guardaron silencio, el rey alzó su lanza y los presentes se arrodillaron para escucharlo.

—Hija mía, Hapunda, tzitziqui —flor— la flecha de un chichimeca, de entre todos mis guerreros, a él escogió. Tata Huriata quería su sangre y a sus pies he depositado su corazón. 

Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas. Con la mirada extraviada buscó al dios Sol. Sabía que el corazón de su amado estaba ahí. Siguió el rumbo de la luz, pues perseguía lo que quedaba de su hombre y, corriendo, bajó hasta el valle y recuperó ese pedazo palpitante de su amado. Buscó dónde guardar el despojo sangrante y se mostró agresiva ante quien intentaba acercarse a ella o quitarle el órgano recuperado. No escuchaba la voz de su padre y de los guerreros que la llamaban.

Pronto cayó la noche, Hapunda, inmóvil y en silencio, abrazaba aquel corazón húmedo que ya no latía. Lloraba y pronunciaba algo que nadie entendía. No dejaba de gemir y sus lágrimas inundaron todo el valle. 

La tribu fue a descansar y el rey ordenó dejar sola a su hija para que llorara su pena. Él esperaba que con el tiempo se enamorara de alguien que fuera de su misma estirpe. 

Al amanecer, el rey, sus guerreros y el pueblo, quedaron sorprendidos al ver que el valle había desaparecido y en su lugar estaba una gran laguna que abrazaba, con sus aguas, un corazón. Así es como se formó la laguna que fue llamada Cuitzeo.

Pero esa no es la única historia que se conoce acerca de una joven de nombre Hupanda, que significa lago, ya que también se cuenta que hubo otra que habitaba en una isla de Pátzcuaro.

Esta Hupanda era tan atractiva que los invasores chichimecas decidieron raptarla para obsequiársela a su jefe y quedar bien con él. Al enterarse los hermanos de la dulce princesa, furiosos por tal atrevimiento de los chichimecas, se aprestaron a defenderla. Sin embargo, Hapunda sabía que las fuerzas militares estaban a favor de los chichimecas y que los purépechas llevaban las de perder. Por lo tanto, la princesa acudió al Lago de Pátzcuaro a contarle la terrible tragedia que se avecinaba. La joven acudió al lago porque era su novio.

Ante la terrible confesión, el Lago de Pátzcuaro le aconsejó a la asustada princesa, que debía echarse al lago y unirse con él para siempre. Hapunda, muy obediente y enamorada, se lanzó a sus aguas. Poco después de haberse arrojado, la princesa resurgió convertida en una blanca garza, para vivir para siempre en el lago y nutrirse de sus apacibles aguas. Después de pasado un cierto tiempo, llegaron más garzas a poblar la isla, tan plena de vegetación y de belleza.

Otros cuentan que, en realidad, no fue raptada, si no que ella vivía con su anciano padre y pasaba su tiempo libre contemplando el lago y platicando con las olas. Un día le juró al lago no separarse nunca de él. Después de un tiempo, un hombre se dirigió a la princesa y a su padre, exigiendo la mano de Hapunda o de lo contrario mataría a su padre. El anciano contestó que la decisión correspondía únicamente a su hija, quien aceptó únicamente para salvarle la vida. Entonces se arregló la fecha de la boda.

Hapunda lloraba todas las tardes su desgracia. En una de esas ocasiones, una voz proveniente de las olas le recordó el juramento, a lo que ella contestó que a eso debía su angustia. La voz le aconsejó que se vistiera de blanco y después se arrojara al lago para que viviera en él eternamente. Así lo hizo y poco después salió un ave blanca que comenzó a volar. La garza, como se le llamó, comenzó a ser vista en el sitio preferido de la princesa.

Dice la leyenda que el día que desaparezcan las garzas, dejará de existir el lago de Pátzcuaro, volviendo a ser el valle que un día fue.

Éste no es el único caso en que dos leyendas distintas llevan el mismo nombre, si bien las que aquí aparecen pertenecen a lugares muy cercanos, el nombre de ambas se refiere genéricamente a los lagos o lagunas y no a ninguno de ellos en particular.

Lo que queda claro es que Hupanda tiene que ver con el agua, el amor y la belleza de los paisajes acuáticos de Michoacán.

El camino de Charapan a Tangancícuaro

Según cuentan las personas mayores, antes, por el camino de Charapan a Tangancícuaro, se movía mucha gente a pie, a caballo, en burro o mula para ir al pueblo de Tangancícuaro, Zamora, o a alguna otra población situada por este lado del territorio Michoacano. Se dice que unos días antes del Domingo de Ramos lo transitaban los ganaderos que iban a exponer a sus animales a Peribán, y en Charapan se detenían a descansar o pasar la noche. Ahí se hospedaban en lo que fuera el mesón del finado Espiridión Cedeño “Piri”, en lo que luego fue la casa del señor Salvador Bonaparte.

Dicen que era el camino más corto, además de que por ahí había algunos lugares donde podían abastecerse de agua para las personas y para los animales que traían carga o en los que montaban. 

También se dice que por ese camino transitó el famoso bandolero o revolucionario José Inés Chávez para cometer sus fechorías. Algunas personas cuentan que cuando lo descubrieron en Peribán, por aquí se vino huyendo hacia Purépero; y con tal de avanzar más rápido porque venían siguiéndolo, a los lados fue enterrando mucho dinero. Los que supieron de dichos tesoros se pusieron a escarbar y constantemente amanecían hoyos a los lados del camino.

Por ese paso se trasladaba también mucha gente a trabajar en cualquiera de los diferentes empleos que en aquella época había como en la resina, la tabla, la agricultura, llevar las vacas, sacar raíz de las pajas para las escobas o escobetillas, entre otras labores.

El camino estaba lleno de árboles, con grandes tejocotes y pinos que cobijaban con su sombra a los caminantes. 

Se cuenta que hace mucho tiempo, por este camino, justo en el punto denominado El Adomado, iba un señor que vendía rebozos, de repente vio un toro que andaba por ahí pastando. El hombre le empezó a hacer ruido, entonces el toro, como era bravo, se le fue encima y lo embistió hasta que lo mató, por eso al toro le pusieron “El Rebozo”.

De este mismo animal se cuenta que, hace mucho tiempo, vivía un hombre muy rico, sin embargo, ese dinero no era obtenido por su propio esfuerzo, si no que se dice que esta persona tenía un pacto con el Diablo. Por ello, cuando él necesitaba dinero, inmediatamente se dirigía a una cueva que se encuentra a dos kilómetros del lugar conocido como El Pajonal, en donde tenía encuentros con Satanás. Posteriormente el capital que se le otorgaba, como era demasiado, lo conservaba en cueros disecados de animales. Cuando requería de él, tomaba un poco de su sitio, por lo que una parte lo utilizó para la compra de ganado, el cual comenzó a irse hacia la cueva cuando el hombre murió. Cuenta la leyenda que, desde entonces, el Diablo se aparece en forma de un toro en la carretera que va hacia Tangancícuaro.

Se cuenta también que una vez, en el mes de diciembre, venían unas señoras del Cerro del Burro, era el tiempo de cosechas y ya estaba oscureciendo. al llegar frente a La Granja, de repente vieron a un señor chaparrito, vestido de manta, pero con un sombrero charro, que lanzaba gritos y se hacía para atrás, tanto que el sombrero le pegaba en los talones. Dicen que ellas empezaron a rezar y al llegar a donde estaba parado, ya había desaparecido.

Una persona de Charapan cuenta que estaba de velador junto con su familia y uno de sus hijos venía casi todos los días con el “mandado” y se iba casi siempre oscureciendo. Al pasar enfrente del barrio de La Grava, a un lado del camino, vio un animal blanco que se metía en un teco —tejocote—, le avisó a su papá y éste les dijo a otras personas para que los acompañaran a escarbar porque pensaron que ahí había dinero. Una madrugada empezaron a escarbar y solamente se encontraron una piedra grande, la sacaron, la aventaron en el camino y se fueron desanimados; pero un señor que iba a la resina se encontró el dinero, ¡pues la piedra se convirtió en monedas de oro!

También se cuenta que un señor, que vivía en Rancho Nuevo, acostumbraba a ir cada domingo al cine, para lo cual se iba en caballo. Una ocasión cuando ya venía de regreso, como a la media noche, en la cuesta del coyote, vio a un jinete montado en un caballo negro muy bonito que brillaba de lo hermoso que era, pero no lo dejaba pasar, si quería irse para un lado el jinete le atravesaba el caballo, si le daba para el otro, le volvía a salir. Se dice que así estuvo por un buen rato hasta que empezó a rezar y entonces se desapareció y así pudo pasar.

Es por esto que este camino es muy conocido, pues la gente ha visto cosas muy extrañas y nadie sabe qué se encontrará la próxima vez que pase por ahí.

La culebra de agua

Ya tenía varios días que estaba lloviendo en la región, por lo que el cielo estaba con un color muy negro. El miedo se apoderaba de las personas, las cuales diariamente rezaban para que esto terminara.

Don Benito, uno de los más ancianos del pueblo de Puruarán, dijo: 

—Es una culebra de agua. Los campesinos deberían sacar sus machetes y hacer una cruz señalando hacia el cielo. Esto hará que desaparezca este fenómeno.

Así lo hicieron, sin embargo, la culebra de agua pareció enfurecerse, pues llovió con más fuerza, y los plantíos de caña, maíz y fríjol fueron destrozados.

Leyendas de Michoacán la culebra de agua

En los potreros El arrozal, La Soledad, El Arenal y varios ranchitos como Carámicuas, Lorencillo, Los Sauces, El Pinzán y otros, perdieron sus cosechas.

Por increíble que parezca, se cuenta que en el cielo se formaba una culebra grande con varias cabezas y que parecía quererse tragar a los habitantes del poblado de Tierra Caliente.

Cuentan las personas de los ranchos de los alrededores que, después que pasó la lluvia, en sus parcelas encontraron cueros de culebras bastante grandes como jamás habían visto por esos lugares.

Por tal motivo, se cree que la culebra de agua sí se deshizo ante el efecto de la cruz de los machetes, tal y como lo dijo el viejo Benito.

Aún por estos tiempos hay personas que creen que se debe hacer lo mismo, pues tal parece que ¡ha regresado la culebra de agua!

El día que el Diablo se llevó a don Antonio

En Paracho, Michoacán, en febrero del año de 1986, doña Sarita, suegra de don Vicente “Chillón”, cuenta que, en cierta ocasión, cuando ella se encontraba recién casada, a su suegro le fueron a solicitar que hiciera un cajón para un difunto. El fallecido era nada más ni nada menos que don Antonio Castañeda, el brujo mayor de la meseta purépecha, mejor conocido en esa región como “don Antonio Piririto”. Dicen que era muy solicitado para realizar cualquier embrujo, ya que practicaba la magia negra.

Lo cierto es que Don Francisco, que así se llamaba el carpintero, mandó a su hijo, esposo de doña Sarita, para que realizara las medidas del difunto y así construir lo encomendado.

Como a las cuatro de la tarde, los carpinteros llevaron el ataúd al domicilio del fallecido don Antonio.

Leyendas de Michoacán del dia que sel diablo se llevó a don Antonio

Cuando trataron de meter el cuerpo de Piririto en su última morada, se dieron cuenta de que el cajón le quedaba muy pequeño. Cuenta doña Tere Vidal, vecina del brujo, que le recogían una pierna al difunto para meterlo y la otra la estiraba. Entonces don Francisco reprendió a su hijo por no haber tomado las medidas correctas.

Después de que el carpintero se encargó de medir nuevamente al difunto, regresaron a su taller para elaborar otro ataúd, trabajando a toda prisa para lograr terminarlo a tiempo. 

Mientras los artesanos realizaban su trabajo, cuentan doña Sarita y doña Tere Vidal, quien en esos tiempos contaba con doce años de edad, que escuchaba con mucho pánico cómo unos gatos se disputaban el cuero viejo y tieso, arrastrándolo por todo lo largo del tapanco de la casa y maullando siniestramente.

La viuda, queriendo calmar los temores de los presentes, mandó a uno de sus hijos para que ahuyentara a los gatos, pero el chamaco no encontró a ninguno de los felinos.

Los asistentes del velorio se encontraban, para ese entonces, muy temerosos, ya que los animales seguían haciendo de las suyas. La viuda nuevamente mandó a otra persona para callar a los gatos. Esta persona era uno de sus hermanos, que, con un quinqué en la mano para iluminarse, le comunicó a su hermana que, para empezar, no había lugar para que corrieran dichos felinos, porque todo el tapanco se encontraba lleno de implementos de agricultura, de sillas de montar y otras cosas más y, en segundo lugar, no se encontraban los mencionados animales.

Ya estaba oscuro, sobre todo Paracho en ese tiempo no contaba con la energía eléctrica. El sacerdote del pueblo trataba de tranquilizar a los presentes con sus sermones. En ese momento aparecieron los carpinteros con el ansiado ataúd. Con premura metieron al sarcófago de pino al difunto. 

Cuentan quienes asistieron a ese velorio, que a don Antonio nuevamente hizo de las suyas, ya que dicho estuche le quedaba veinte centímetros más grande, por lo que la viuda decía:

—Ay, Antonio, ni muerto dejas de hacer tus travesuras.

Por fin se dirigieron al cementerio. La oscuridad era total. Los asistentes se iluminaban con ocotes prendidos usándolos como mechones. Empezó a desfilar la procesión. El cura no paraba sus rituales y rezos para el descanso eterno de don Antonio. A los cuatro caballeros que cargaban el ataúd, les invadía el pánico, ya que a cada paso que estos daban, en el interior del ataúd se movía algo como una piedra esférica que chocaba en las paredes de las tablas en cada movimiento,  por lo que inmediatamente pedían su relevo y, así, se iban turnando en la cargada sin regresar jamás los que ya habían pasado.

Lo insólito empezó una cuadra antes de llegar a la entrada del panteón, pues se comenzaron a escuchar unos lamentos que erizaban los cabellos y el cuerpo entero. Las rejas de la entrada del panteón, oxidadas por el tiempo y el desuso, se abanicaban con furia como negándose a ceder el paso a la procesión. Una fuerte ráfaga de aire logró apagar la mayoría de los mechones prendidos y los presentes se negaron a seguir con su marcha rumbo al cementerio, así que se juntaban unos a otros para sentirse más protegidos. El sacerdote los animaba a seguir, argumentando que darle cristiana sepultura al difunto haría descansar su alma en pena. ¡Hasta que por fin entraron al camposanto acompañados de gritos angustiosos y lamentos!

 Llegaron a donde estaba la fosa abierta y, cuando estaba tratando de bajar el ataúd, al fondo de ésta, se escucharon más fuertes los gritos, como si todos los difuntos enterrados gritaran angustiosamente al unísono. Los presentes salieron en pavorosa estampida y atrás de ellos el cura, abandonando el panteón. Nadie se detuvo hasta encontrarse seguros en el interior de sus casas.

La fosa no logró llenarse de tierra, por lo que quedó abierta con los dos lazos que sirvieron para bajar el ataúd.

La noche pasó tranquilamente porque, después de este suceso, ninguno de sus habitantes se atrevió a salir a la calle durante esa noche.

Amaneció. Eran las seis de la mañana y casi todos abarrotaron el interior de la iglesia para la misa acostumbrada. La viuda llevó ante el cura un crucifijo de plata para que ésta fuera bendecida y se la colocaran en el interior al ataúd para que acompañara al difunto en su eterno descanso.

Ya con la luz del día y más serenos por lo sucedido, haciendo comentarios y chistes, que no eran más que risas nerviosas, entraron al interior del panteón hasta que rodearon la fosa donde se encontraba el cajón y los lazos tal como los habían dejado. El sacerdote pidió a uno de los presentes que bajara y desclavara la tapa del ataúd para colocarle al difunto el crucifijo bendito. Para ello se ofrecieron dos valientes, los cuales bajaron hasta el fondo de la fosa para abrir el ataúd. 

Pero, cuál fue su sorpresa, cuando se les erizaron los vellos de la piel a todos los presentes, ya que en ese ataúd ¡no había ningún cuerpo! Se encontraba completamente vacío. 

El sacerdote estaba sorprendido por este suceso y pidió a los valientes, que aún se encontraban abajo, que colocaran el crucifijo de plata en su interior y taparan nuevamente el cajón. 

Dieron una cristiana sepultura simbólicamente y abandonaron lo más pronto posible el camposanto.

Aún cuentan algunos ancianos que a don Antonio Piririto se lo llevó el diablo en cuerpo y alma. Otros dicen que sigue haciendo travesuras a los que leen su historia… ¡ups!

La bruja del pueblo

En una de las poblaciones del estado de Michoacán, todas las personas se metían a sus casas en cuanto caía la noche. Era un pueblo de más de mil quinientos habitantes y no se veía un alma después de las ocho de la noche. Las personas que viajaban y pasaban por ahí después de esa hora, pensaban que era un pueblo abandonado. Pero todo tiene un porqué en la vida, y es lo que Andrés Torres averiguó en su breve estancia por el lugar.

Él era un joven vendedor de una farmacéutica. Por fin había logrado llegar al puesto que anhelaba, que era el de vendedor al detalle, en donde muchas personas que habían estado en su lugar habían ganado mucho dinero. No fue fácil, pues le habían dado una de las peores rutas, la cual abarcaba uno de los pueblos más cerrados del estado de Michoacán y al que aquel día había llegado.

Leyendas de Michoacán de la bruja del pueblo

—Pero este pueblo está abandonado —dijo Andrés en voz baja—. ¿Así cómo voy a realizar mi labor de convencimiento? 

De pronto, a lo lejos, alcanzó a ver una posada, ya que el pueblo no tenía ni un hotel. Después de varios minutos de tocar, alguien salió y lo jaló de la chamarra metiéndolo al lugar. 

—¿Cómo se le ocurre andar a estas horas afuera? —exclamó el dueño—, ¿no sabe que ella anda afuera y se lo puede llevar? 

—¿Quién es la que anda afuera? —preguntó Andrés confundido.

El encargado se dio cuenta que el muchacho era una persona que no pertenecía al pueblo y le pidió que se sentara. Ahí le explicó que, diez años atrás, todas las personas del pueblo habían linchado a un ratero que se había metido a una casa y que, en la huida, había asesinado a una mujer. La madre del criminal llegó a defenderlo, pero nada pudo hacer porque lo quemaron vivo. Entonces ella les echó una maldición en la que decía que, cualquiera que estuviera en la calle después de que se metiera el sol, moriría quemado como le había pasado a su hijo.

Al paso de los meses, la mujer murió de tristeza, pero se le empezó a ver por las calles carcajeándose de forma espeluznante. Poco después, uno de los que quemaron al hijo de la “bruja”, apareció muerto, calcinado en medio de la calle. De ahí recordaron la maldición de la mujer y, desde entonces, nadie salió por ninguna circunstancia después de que el sol se metía.

Andrés, pensando que eran costumbres de pueblo, respetó las creencias y le hizo caso al dueño de la posada. Rentó un pequeño cuarto que daba a la calle en donde estaba su vehículo. Antes de dormir, le echó un vistazo a su carro y fue entonces que vio a la bruja flotando afuera de su ventana e invitándolo a salir, por lo que, asustado como nunca en su vida, se metió en su cama a esperar la salida del sol para irse del lugar y nunca más volver.

La flor Iurí Tsïtsïki 

La comunidad Purépecha de Huáncito es uno de los pueblos más antiguos que se estableció en la hoy Cañada de Chilchota, Michoacán. En este lugar vivían dos doncellas muy hermosas. Los señores de importancia de ese tiempo enviaban mensajeros para que testificaran si efectivamente era tanta la belleza de las jóvenes. Los enviados, al estar en presencia de ellas, quedaron enamorados, porque eran gratas a sus ojos, pues en aquellos rostros todo era gracia. El oído también se deleitaba al escuchar su voz, que era como una melodía tierna y dulce.

De regreso, llegaban los comisionados a dar cuenta de la misión a su Señor y exclamaban diciendo: 

—Señor, la belleza que han contemplado mis ojos es maravillosa. Esas jóvenes son dos flores que se comparan con la flor de coral —charánguin tsïtsïki— porque de ese color son sus labios y, cuando ríen, en su boca asoman unos dientes blancos que brillan como los granos de elote cuando la milpa ya terminó de jilotear. Sus ojos son tan negros como cuentas de obsidiana; sus cabellos delicadamente caen sobre sus espaldas, llegan casi hasta la tierra y brillan con el esplendor del sol ¡Todo es cautivador en esas mujeres!

Leyendas de Michoacán de la flor lur Tsitsiki

Los señores escuchaban atentos a sus enviados e inmediatamente planeaban la manera de pedir la mano de alguna de ellas para uno de sus hijos. Apuestos jóvenes emprendían prolongadas caminatas desde muy lejanas tierras e iban dispuestos a conquistar, en cualquier terreno, el amor de una de las doncellas.

Las jóvenes, para lucir su gracia, bajaban todas las tardes hasta el río para llevar el agua y en su casa regar las flores. Caminaban desde el pueblo hasta el río por una vereda angosta. En su camino, las muchachas encontraban siempre a algún mozo intrépido que les salía al paso. Las dos eran muy bellas y los jóvenes que no tenían la fortuna de hablar con ellas de lejos las veían con suspiros prolongados. Pero estas mujeres no sólo eran dos, sino que había una tercera que, por ser la más chica de edad, el amor no le importaba. Ella fue creciendo también con singular belleza y una vez pasada la adolescencia su corazón latía con fuerza, pues estaba enferma de amor.

Se juntaban las tres hermanas para ir a traer el agua y dos jóvenes ya estaban a los lados del camino para detener su andar, uno a la más grande y otro a la que le seguía. Sólo a la más chica nadie le hacía caso, por lo que ella, entristecida resignada, pacientemente esperaba hasta que sus hermanas dejaban de platicar. Todos los días era lo mismo, sus hermanas platicaban y ella a cierta distancia esperaba. La pequeña doncella con sus hermanas rivalizaba en belleza, pero con ella no hablaba nadie. A veces lloraba y decía: 

—Mis hermanas son como dos flores que todos quieren cortar, sólo a mí no me hacen caso; pero me voy a ir lejos de aquí. También seré una flor, de tal modo que ninguno de los hombres, ya sean jóvenes o viejos, puedan resistir las ganas de hablarme o cortarme.

Faltaban pocos días para que llegara la primavera. Ese día llovió y las doncellas, como de costumbre, pasada la lluvia bajaron al agua no tanto por regar las flores, sino para platicar un rato y hablar de aquella tarde tan bonita. Sólo la doncellita, con los ojos llorosos, se apartó de inmediato y absorta se quedó contemplando el paisaje, pues para ella era una tarde hermosa pero triste. Miró un pequeño cerro, el más cercano y, de pronto, le dio por caminar hacia él. Sus hermanas, extrañadas, le preguntaron a dónde iba y, ella, un tanto retraída por el llanto, les dijo: 

—Me voy a donde me hagan caso, donde sea como una flor y todos quieran hablarme o cortarme.

Algunos jóvenes, extrañados por aquel proceder, la siguieron y ella continuó caminando hasta faldear el cerro; mientras tanto, ya el sol se había ocultado y las sombras de la noche comenzaban a crecer. 

Estaba oscureciendo y ella aún seguía caminando, cuando de pronto vio un árbol viejo que tenía pocas hojas. La doncellita se quedó pensativa y después se subió al árbol. Ahí la sorprendió la noche. Los hombres que la seguían, uno al otro, se codeaban haciéndose mutuamente conjeturas, pues todavía no salían de su asombro. Mientras tanto, las hermanas les avisaron a sus papás.

La doncellita en el árbol recibió la noche, mientras los grillos y demás aves nocturnas entonaban a coro una melodía con la que se saludaban. La noche parecía oscura, pero al poco tiempo, cosa rara, las nubes se alejaron para dar paso libre a la luna, que parecía más resplandeciente que nunca y, en medio de un cielo tachonado de estrellas, su luz blanca se esparcía sobre las sombras. La doncellita, absorta, se quedó contemplando semejante belleza. 

Pasó la noche y la aurora del nuevo día se asomaba. Hacía frío, el zacate estaba mojado y el árbol viejo parecía que después de un profundo sueño despertaba agitando sus nudosas ramas. Pero la doncellita ya no estaba y, en su lugar, sólo se hallaba una hermosa flor morada, la cual es conocida como orquídea del campo o Iurí Tsïtsïki, como se llama desde ese entonces.

Los hombres que estaban cerca de ahí y querían a la doncella, no la vieron convertirse en flor. Con el tiempo esta lila se ha regado por todos los cerros, embelleciendo el paisaje. Desde entonces, tanto el humilde pastorcillo de corta edad, el gallardo joven o el viejo leñador, al pasar junto a esta flor de singular belleza, se siente deseoso de saludarla y cortarla, pues su hermosura los cautiva y con orgullo la lucen en su sombrero mientras exclaman:

—¡Qué hermosa es la Iurí Tsïtsïki!

La hacienda de Hihuitlán

Hace mucho tiempo, en la época de las grandes haciendas, existió en el municipio de Chinicuila un hombre que llegó a ser el más poderoso de la región en cuanto a posesiones de tierras y ganado. Prácticamente era el dueño de todo el municipio.

Tenía una hacienda grandiosa en Hihuitlán, comunidad ubicada en las márgenes del río La Tortuga. La construcción tenía gran cantidad de cuartos y una lujosa y enorme cocina donde las mujeres torteaban a mano las tortillas para llenar el estómago de los hambrientos mozos. Los amplios corredores siempre estaban llenos de gente en movimiento, sus pasillos empedrados, sus caballerizas repletas de animales y mulares bien asistidas y educadas, tenía muchos corrales donde se ordeñaban diariamente doscientas vacas. Había también infinidad de cerdos y gallinas, además de cosechar enormes cantidades de arroz, maíz y fríjol. 

En la hacienda vivía todo un ejército de peones con sus familias, quienes se encargaban de realizar los trabajos recibiendo a cambio su correspondiente pago en mercancía en la Tienda de Raya. Don Esteban recorría sus posesiones en una mula negra, rápida como el viento.

Nadie sabe ni recuerda cómo empezó la riqueza de don Esteban. Lo que sí se sabe es que en muy poco tiempo su ganado aumentó como la espuma.

De igual, e inexplicable manera, toda esa opulencia y grandeza desapareció de la noche a la mañana. Murió en la madurez de la vida, todavía siendo un hombre fuerte. Muchos decían que él sabía el día en que iba a morir. La gente no olvida su muerte y los sucesos que ocurrieron durante la velación de su cuerpo.

El día que Esteban Morales murió, toda la gente de la hacienda se reunió, como era tradición hacer con un hombre de su talla. Colocaron el cuerpo en el cuarto más grande, iluminando la estancia con velas y veladoras.

Las horas pasaban entre llantos y rezos hasta que empezó a oscurecer y comenzó a sentirse un aire frío que estremecía los árboles, arrancaba las hojas y levantaba polvareda de los corrales. Se empezaron a escuchar bramidos de toros y ruido de ganado que bajaba del cerro a todo galope en dirección a la hacienda. En pocos minutos los corrales estaban repletos de animales de todos los colores. Había vacas pintas, rojas, pardas, bayas, barcinas, hoscas, todas bramando y rascando el suelo ocasionando un ruido ensordecedor, así fue hasta que se escuchó el bramido de un toro que bajaba del cerro. Era un animal enorme de color negro con grandes y lustrosos cuernos. Al llegar a los corrales pegó dos bramidos. Todos los animales guardaron silencio y enseguida empezaron a salir de los corrales siguiendo al enorme toro negro con rumbo al Cerro de Morenas.

Los asistentes y familiares estaban aterrorizados. La mayoría de los presentes se refugió en el cuarto del difunto. Cuando en eso vieron claramente un perro enorme de color negro que, viniendo de los corrales, se dirigió hacia la casa y entró al cuarto, meneando la cola y olfateando el cajón del muerto. Dio una vuelta alrededor del mismo mientras con la cola apagaba las velas.

Todos quedaron paralizados por el miedo, sin poder moverse en la oscuridad, sólo escuchaban rechinar el cajón y el perro que gimoteaba. Luego todo quedó en absoluto silencio. La gente empezó a reaccionar. Los hombres que fumaban buscaron con rapidez los fósforos, encendieron a tientas las veladoras y las velas mientras las mujeres y los niños lloraban desesperados.

Al iluminarse la estancia, los familiares se acercaron con rapidez al cajón del muerto. Grande fue su sorpresa al ver que el cuerpo había desaparecido y en su lugar sólo quedaban las sábanas despedazadas y una cadena. Antes de que los presentes se dieran cuenta, dos hombres cerraron la caja.

Leyendas de Michoacán de la hacienda de Hihuitlan

En la madrugada pusieron algunas piedras dentro del féretro y eso fue lo que al otro día sepultaron.

Después de la muerte de don Esteban se han sabido muchas historias y relatos. Se dice que tenía un capataz de confianza a través del cual hoy se conocen hechos extraordinarios de la vida de su patrón.

De la mula se cuenta que poseía poderes increíbles, como el de trasladarse en un segundo a cualquier parte. 

En una ocasión don Esteban estaba enfermo y le pidió al capataz que fuera por cierto encargo, así que le dijo: 

—Súbete a mi mula y cierra los ojos. Cuando llegues al lugar que te mando, que es una hacienda y tiene un corral de piedra con una puerta, no intentes abrirla tú, la mula sola la abrirá. No hables con nadie, sólo recoge una bolsa de cuero que encontrarás adentro y está colgada de un bramadero.

El capataz hizo lo que el patrón le mandó. Al anochecer se subió a la mula e inmediatamente sintió que el animal se elevaba por el aire transportándose con una rapidez asombrosa. En un instante se encontraba frente a la hacienda, la cual tenía un corral de piedra con una sola puerta que no necesitó abrir, pues la mula se dirigió como si hubiera pasado mil veces por ahí y, con la nariz la empujó y entró.

Ya al interior de la hacienda observó que tenía un amplio corredor al frente con muchas puertas cerradas y enormes. Enseguida descubrió el bramadero en el centro del corral y, efectivamente, ahí estaba colgada la bolsa de cuero de vaca de color negro. La tomó en sus manos y sintió que estaba llena, pero no sabía de qué.

Empezaba a decidirse por abrirla cuando escuchó a sus espaldas un quejido que provenía de uno de los cuartos. Tanta fue su intriga que con pasos vacilantes se fue acercando al corredor, ubicó la habitación de donde provenía el lamento y se asomó a husmear por las rendijas de la puerta.

Dentro del cuarto se encontraba su patrón atado de un pie con una enorme cadena y custodiado por un enorme perro negro. Don Esteban le indicó que no abriera la bolsa y que se regresara lo más rápido que pudiera.

El capataz tomó la bolsa, se subió a la mula, que volvió a abrir la puerta y en un segundo regresó a Hihuitlán, donde ya lo esperaba su patrón en la cama. Hizo entrega de la bolsa, misma que abrió delante de él para satisfacer su curiosidad. La bolsa estaba llena de pelos de vaca. Así mismo el capataz observó una vez más la llaga que siempre tuvo en un pie el poderoso Esteban Morales.

De igual forma se decía que cuando se bañaba en el río, siempre se hacía acompañar del mismo capataz, al cual le decía: 

—Espérame aquí, no te acerques a mirarme. 

El señor se alejaba hacia el estanque en el que acostumbraba sumergirse cotidianamente. En varias ocasiones al sirviente le entraba la curiosidad: ¿Por qué el rico hacendado le recomendaba que no se acercara a verlo? 

Un día no resistió la tentación y sigilosamente siguió a su patrón. Escondido tras unos matorrales observó los movimientos de su jefe: llegó a la orilla del estanque, empezó a quitarse la ropa, la cual dejó encima de una piedra, y sobre eso colocó su pistola máuser 44 con sus cachas plateadas, para luego arrojarse al agua. 

—Qué misterioso es mi patrón —murmuraba el capataz mientras echaba un vistazo a los alrededores cumpliendo con su deber de vigilar—. La vejez lo vuelve a uno misterioso —continuó mientras regresaba la mirada hacia el agua, donde se sumergiera apenas un minuto antes el anciano millonario.

Entonces descubrió que ¡había desaparecido del cristalino estanque! Muy preocupado agudizó la vista para observar que no se veía por ningún lado. Le parecía increíble que en sólo un instante se lo hubiera tragado el agua. Ocupado en recorrer desesperadamente con la vista toda la orilla, se dio cuenta que algo se movía en el fondo. Era un animal enorme de color negro que se retorcía de forma grotesca ¡era un apalcuate —serpiente— gigantesco!

Así comprendieron, que el gran Esteban Morales, era en realidad un brujo, un hechicero o, tal vez, el mismísimo Satanás. 

El Ánima del Molino

Don Pantaleón Jacobo o don Pantaleón el de las Pastas, como era conocido popularmente, contaba que, cuando estaba recién casado, tenía un compadre que trabajaba como velador en un molino y que ya quería renunciar al empleo porque seguido lo espantaba un muerto que lo dejaba paralizado del susto y que, a pesar de que le hablaba, nunca le podía entender nada. Don Panta le aconsejó que se armara de valor y lo dejara acompañarlo porque tenía la seguridad de que le quería enseñar o darle algo valioso.

Leyendas de Michoacán del anima del molino

Después de algunas discusiones y tratar de convencer al compadre de que a lo mejor le tocaba salir de pobre, acudió una noche en su compañía y, efectivamente, como a las doce de la noche, se les apareció el muerto en forma de un hombre de mediana edad, vestido a la usanza antigua. Les hizo señas de que lo siguieran y los dos compadres, aunque casi desmayados de espanto, lo hicieron hasta el pie de un árbol donde, después de señalar hacia un punto, desapareció silenciosamente. 

Una vez que se repusieron del susto, acordaron ir al interior del molino por una pala y un pico con los que se dedicaron a escarbar donde les había indicado el ánima. Como a un metro y medio bajo tierra ¡encontraron una olla con «tejos» y monedas de oro macizo! Pero se quedaron helados al escuchar una voz profunda y cavernosa que les decía: 

—Sáquenlo sin ambición y sin que le dé la luz del sol. 

Pusieron manos a la obra y sacaron la olla con su valioso contenido, se sentaron a descansar un poco y comenzaron a platicar. El compadre entusiasmadísimo decía:

—Ahora sí, Panta, con tanto dinero nos vamos a hacer ricos y que otros trabajen para nosotros. Yo por mi parte voy a humillar y a maltratar a los malditos ricos que conmigo lo han hecho. Voy a tener un montón de mujeres y a parrandeármela diariamente. También prestaré dinero a crédito y me quedaré con propiedades, carros y más cosas para hacer muy grande mi riqueza. 

Don Panta lo escuchaba y sólo murmuraba:

—Yo creo que mi compadre ya está azogado. 

Esto lo decía porque se cree que, al sacar dinero enterrado, éste suelta un gas llamado azogue, que mata o vuelve locos a los que lo aspiran. Entonces le dijo: 

—Compadrito, mejor vámonos que ya va a amanecer y el ánima, muy claro, nos advirtió que no ambicionáramos nada respecto al entierro y que no le pegara el sol.

Así lo hicieron, pero al tratar de levantar la gran olla, ésta solamente se movía unos cuantos centímetros, por lo que, sudorosos y fatigados, los sorprendió el amanecer y ¡oh sorpresa y desilusión! Cuando lograron llegar al Camino Real, ya con el sol encima, destaparon la olla que habían cubierto con sus yompas —especie de camisas de mezclilla— y ante sus confundidos ojos, las monedas de oro fueron transformándose en carbón.

Don Panta, siempre dijo que toda la culpa la tuvo el ambicioso de su compadre al que jamás le volvió a hablar.

Los fantasmas de La Casa de la Cultura de Morelia

Hace mucho tiempo, en la Casa de la Cultura de Morelia, un grupo de cinco actores vivieron increíbles experiencias paranormales, donde existen varias leyendas. 

Justo ahí, donde en otro tiempo fue cárcel, convento y central de camiones, el grupo de actores, representaba, los fines de semana, dos leyendas ocurridas en este recinto cultural.

Hay que recordar que, durante el periodo de la Reforma, en el siglo XIX, los religiosos fueron desalojados de sus claustros, entonces el recinto por ellos ocupado sirvió para fines diferentes a los que fue construido, pues fue prisión, cementerio, sede del cabildo eclesiástico, estacionamiento de carros de limpieza, terminal de autobuses, bodegas y hasta un hotel.

Entre los años de 1974 y 1979 el antiguo convento se restauró y acondicionó como Casa de la Cultura de Morelia. Sus habitaciones entonces se convirtieron en salones para talleres y cursos de distintas disciplinas artísticas. 

Lo que sucedió es que estos jóvenes actores tomaron la decisión de representar estas dos leyendas y, por ende, quienes acudían para realizar el recorrido, se internaban en un ambiente tétrico y misterioso. 

Ricardo, uno de los actores y organizadores de estos recorridos nocturnos, contó que, en el pasillo donde está el ambulatorio, en el segundo piso, cerca de donde está el auditorio Luis Sahagún, se habían presentado muchas manifestaciones sobrenaturales. Algunos circulaban con velas mientras los actores hacían su parte, representando a sus personajes.

Leyendas de Michoacán de la casa de la cultura de morelia

—Quienes íbamos con velas éramos tres, pero lo curioso fue que, una noche, cuando caminábamos entre la penumbra, sentimos que detrás de nosotros había alguien que estaba mirándonos, algo extraño, como si una persona nos siguiera muy de cerca.

Ricardo decía que en un momento los asistentes se abrieron en una fila, como para dejar pasar a alguien que venía detrás de ellos. 

—Sin que nadie lo pidiera, abrimos el grupo y vimos cómo pasaba un fraile, al cual no le pudimos ver la cara porque el hábito le tapaba el rostro. Tenía los dedos cruzados y las manos juntas a la altura del pecho y su paso era muy lento. Lo vimos todos —narraba Ricardo, como para dar fe de que no era un asunto de unos cuantos—. El fraile siguió hasta meterse en la pared donde está el auditorio. Todos nos quedamos espantados porque nos comenzamos a preguntar si era un actor o un turista que esa noche nos acompañaba. Cuando vimos que no era nadie de nosotros entonces nos entró el miedo.

Otra noche, en pleno recorrido, cuando estaban representando la leyenda del Hábito del lego, justo cuando el lego se encontraba con la muerte, el grupo pudo ver cómo en verdad una muerte salía de la pared y deambulaba levitando hacia donde estaba un fraile. Todos los vieron y se dieron cuenta que no se trataba de un acto.

No solamente tuvieron esa experiencia, porque otra noche el actor Cristian, uno de los más escépticos del grupo, estaba representando su papel cuando, enfrente de él, pudo observar “de carne y hueso”, a un fraile que lo veía fijamente. Le llamó la atención y creía que se trataba de algún actor, pero cuando se hizo el recuento notó que sobraba uno y que, ese uno, era en realidad un fantasma.

Cristian brincó del susto, temblaba de terror, pero sobre todo no daba crédito a que un fantasma regresara del más allá para hacerles la vida imposible a los actores.

Las historias aquí no terminan, porque a este mismo grupo teatral, con otros turistas, le tocó vivir otra escalofriante experiencia cuando un niño, no mayor de cuatro años, se metió entre los asistentes. Lo cargaron, lo acariciaron, jugaron un rato con él y, cuando quisieron averiguar de quién era aquel pequeño, se dieron cuenta que nadie había llevado niños y estaba solo en ese lugar. De pronto lo vieron correr hacia un pasillo en penumbras y perderse en la oscuridad.

Los asistentes esa noche platicaron su experiencia y todos los que tocaron al niño coincidieron en que el niño tenía un calor muy especial y que en ningún momento les dio miedo tenerlo tan cerca.

El niño era pequeño, vestido a la antigua usanza y más bien los asistentes creyeron que formaba parte del elenco, cuando en realidad nadie lo conocía, de ahí concluyeron que se trataba de un fantasma y eso les dio mucho miedo a quienes lo vieron y descubrieron lo que era.

Durante estos recorridos los turistas han tomado fotos con sus celulares y sus cámaras y por eso existen por lo menos 400 fotos en donde claramente aparecen personas con aspecto fantasmal. Esto ocurre especialmente en el patio, en la planta baja, cerca de los baños y, hasta este momento, no se sabe quiénes son, cómo murieron o por qué sus almas no descansan en paz, pero son muchas las ánimas que vagan en este lugar.

Aunado a todo lo anterior, un equipo de investigación realizó algunas pruebas en la Casa de la Cultura y tuvieron experiencias fuertes, como cuando en las criptas pudieron detectar varias psicofonías y una de ellas era la de un niño que gritaba: 

—¡Qué hago aquí! 

Luego escucharon otra más de una mujer que, en forma agresiva, se dirigía a los investigadores, como si la hubieran atacado.

—¡Largo, malditos asesinos! ¡Váyanse! ¡No me vuelvan a lastimar o los mato! —decía. 

Cuando estaban revisando la zona de las criptas sintieron que una mano tocaba su pelo y espalda. Cuentan que era una mano fría que se hacía más helada por el lugar en el que estaban.

Luego, en la zona del refectorio, uno de los frailes quiso entrar en el cuerpo de uno de los investigadores, pero no lo logró porque era un espíritu violento y oscuro que chocaba con la energía pacífica de su víctima. Sin embargo, consiguieron imágenes de esta energía que aún se encuentra en la Casa de la Cultura.

También se cuenta que, hace tiempo, en este lugar se escuchaba en la zona de las criptas a alguien que ofrecía un concierto melancólico con violín. Saúl Juárez, titular de la Casa de la Cultura en tiempos de Cuauhtémoc Cárdenas, bajó en su momento para saber de dónde salían aquellas dulces notas, pero uno de los veladores le explicó que se trataba de un fantasma juguetón al cual no había que hacerle caso.

Saúl no le creyó y, cuando bajó a las criptas, el sonido del violín se detuvo y sólo quedó el sonido de una respiración muy cerca de su rostro. En ese momento el hombre salió disparado del lugar y jamás intentó volver a averiguar nada de lo que ocurría ahí por las noches.

Las historias se acumulan y los fantasmas de esta casa deambulan cada noche. No hay un solo lugar que se encuentre libre de apariciones fantasmales, sólo queda averiguar cuál de esas ánimas podría ser amable o querrá hacerle daño a quien se encuentre en su camino. 

Otilia no tuvo caballitos

En el pueblo de Cuanajo, en el estado de Michoacán, vivía un matrimonio que tenía una hija pequeña llamada Otilia. De repente, sin que nadie se lo esperara, ¡la niña murió! Los padres estaban desconsolados ante la terrible tragedia. A los cuatro meses de haber muerto Otilia, llegó el Día de Muertos. Doña Anastasia, la madre de la difuntita, le dijo a su marido, Pedro, que debía preparar los tamales para los que iban a llevar caballitos a la ofrenda de su pequeña Otilia, así que necesitaba leña para los fogones.

Un día antes del día de la celebración de los difuntos, Pedro se fue al cerro en busca de la madera que necesitaba su esposa, pero de pronto le dieron ganas de no volver, pues no quería ver a tantas personas en su casa en ese día tan triste.

Cuando se encontraba en las proximidades del panteón, ya cerca del cerro, trepó a un árbol decidido a no bajar en un buen rato, pero le dio remordimiento y arrepentido comenzó a descender para ir a buscar la leña y volver a casa a poner la ofrenda para su hijita Otilia. De pronto, una gran rama se rompió y con ella se desplomó hasta el suelo. El problema fue que ésta le cayó encima y lo dejó atrapado, no permitiéndole hacer ningún movimiento para zafarse. Cansado de sus numerosos esfuerzos por salir del problema, se resignó a esperar que pasara alguien que le pudiera ayudar quitándole la rama de encima.

Pasaron el día y la tarde. Empezaba a anochecer cuando escuchó que un grupo de personas se acercaban hacia donde él se encontraba. Oyó los sonidos que producían los cascos de los caballos y las voces de las personas que parecían muy felices. Se dio cuenta que la gente iba de regreso a sus casas con los caballitos de madera llenos de flores y de frutas.

Leyendas de Michoacán de otilia no tuvo caballitos

Muchas de las personas que vio llevaban hasta seis caballos, otras solamente uno o dos, y algunas se conformaban con recoger las frutas que se les caían a los que iban adelante, mientras lloraban tristemente. 

Los caballitos contienen las ofrendas que las ánimas recogen del altar el Día de Muertos. Si llevan muchos caballitos es porque sus familiares se encargaron de poner un altar lleno de rica comida, flores y cirios, e implica que sus familiares los recuerdan con amor. Si llevan pocos, quiere decir que la ofrenda no era tan rica. Y aquellos que van recogiendo lo que a las otras ánimas se les cae, están tristes porque su familia no les puso ofrenda ni los recuerdan como debe ser, con amor.

Con tristeza y dolor, desde el suelo donde se encontraba atrapado Pedro, vio a su hijita recogiendo frutas y llorando silenciosamente porque su madre no le había preparado ofrenda y creyó que sus padres se habían olvidado pronto de ella.

Un fraile muy bromista

En el Convento del Carmen había un joven novicio de noble familia, quien tomó el nombre de Fray Jacinto de San Ángel. Era de carácter alegre y usualmente les ponía apodos a todos. No faltó a quien le pegara un papel en la espalda con un diablillo dibujado. ¡Hasta en la cocina se metía y echaba en las ollas las cuentas de los rosarios cuando hacían garbanzos!

Al chico le encantaba gastar bromas a sus compañeros. Siempre estaba de buen humor y dispuesto a molestar a cualquiera. Su carácter burlón le había causado problemas, pues recibía muchos castigos de sus superiores, aun cuando su vocación religiosa era innegable.

Leyendas de Michoacán de un fraile muy bromista

Cierto día, fray Elías de Santa Teresa, un novicio serio y disciplinado, se enfermó gravemente. Un sacerdote lo ungió con los santos óleos y al poco rato el religioso murió. Sus compañeros, llorando y rezando, lo colocaron en un ataúd en la Sala de Profundis, lugar en donde se acostumbraba llevar a cabo los velorios. 

Al terminar la ceremonia, el padre superior le ordenó a fray Jacinto de Ángel y a fray Juan de la Cruz que se quedaran en la sala acompañando al difunto, y les permitió tomar una taza con chocolate en el lugar. Pero como fray Juan tenía miedo de estar con el muerto, decidió ir a la cocina a traer sus espumosas bebidas.

Cuando su compañero se alejó, fray Jacinto sacó del ataúd al difunto y lo sentó en la silla que había ocupado él mismo. En seguida, se metió al féretro simulando ser el muerto. Cuando regresó fray Juan con los jarros de chocolate, le pasó el suyo a fray Jacinto y se dio cuenta que se trataba del muerto. El pobre fraile, despavorido, salió gritando de la sala. El bromista corrió detrás de él para evitar que los demás se dieran cuenta de la broma y que el padre superior lo correría del convento al estar ya cansado de sus travesuras. 

En ese momento, mientras se escuchaban los gritos de: ¡Fray Juan, fray Juan regrese por favor! que fray Jacinto lanzaba, el verdadero muerto se levantó, tomó un candelero con un cirio encendido y fue detrás de los dos frailes. Al darse cuenta los religiosos de que eran perseguidos por un muerto, ambos se tiraron por la ventana. Fray Juan logró caer en un arbusto y salir corriendo, pero antes de que fray Jacinto se pudiera arrojar, el muerto le apagó el cirio en el cuello.

Al siguiente día, los hermanos del convento vieron sobre la ventana el cadáver de fray Elías de Santa Teresa con un candelero en la mano y…  ¡el cuerpo de fray Jacinto con la garganta completamente quemada!

Desde entonces, nadie se pudo librar de él, pues el ánima de fray Jacinto permanece en este sitio gastando bromas a los vivos por toda la eternidad.